FRANKENSTEIN LIBRO



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Frankenstein
o el moderno Prometeo





Mary Shelley














Colección

Novelas









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Diseño de Tapa: Patricio Olivera

Armado de Interiores: Andrés Beláustegui




























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Primera edición en español en versión digital © LibrosEnRed, 2004

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ÍNDICE








VOLUMEN I

5
Prólogo

6
Carta 1

8
Carta 2

12
Carta 3

15
Carta 4

16
Capítulo
1
23
Capítulo
2
30
Capítulo
3
35
Capítulo
4
41
Capítulo
5
46
Capítulo
6
53
Capítulo
7
62
VOLUMEN II

69
Capítulo
1
70
Capítulo
2
75
Capítulo
3
80














Capítulo 4
86
Capítulo 5
91
Capítulo 6
96
Capítulo 7
100
Capítulo 8
107
Capítulo 9
114
VOLUMEN III
119
Capítulo 1
120
Capítulo 2
126
Capítulo 3
132
Capítulo 4
140
Capítulo 5
148
Capítulo 6
156
Capítulo 7
162
Acerca de la Autora
183
Editorial LibrosEnRed
184





















VOLUMEN I



PRÓLOGO








El suceso en el cual se fundamenta este relato imaginario ha sido conside-rado por el doctor Darwin y otros fisiólogos alemanes como no del todo imposible. En modo alguno quisiera que se suponga que otorgo el mínimo grado de credibilidad a semejantes fantasías; sin embargo, al tomarlo como base de una obra fruto de la imaginación, no considero haberme limitado simplemente a enlazar, unos con otros, una serie de terrores de índole sobrenatural. El hecho que hace despertar el interés por la historia está exento de las desventajas de un simple relato de fantasmas o encan-tamientos. Me vino sugerido por la novedad de las situaciones que desa-rrolla, y, por muy imposible que parezca como hecho físico, ofrece para la imaginación, a la hora de analizar las pasiones humanas, un punto de vista más comprensivo y autorizado que el que puede proporcionar el relato corriente de acontecimientos reales. Así pues, me he esforzado por mante-ner la veracidad de los elementales principios de la naturaleza humana, a la par que no he sentido escrúpulos a la hora de hacer innovaciones en cuanto a su combinación. La Ilíada, el poema trágico de Grecia; Shakespeare en La tempestad y El sueño de una noche de verano; y sobre todo Milton en El paraíso perdido se ajustan a esta regla. Así pues, el más humilde novelista que intente proporcionar o recibir algún deleite con sus esfuerzos puede, sin presunción, emplear en su narrativa una licencia, o, mejor dicho, una regla, de cuya adopción tantas exquisitas combinaciones de sentimientos humanos han dado como fruto los mejores ejemplos de poesía.

La circunstancia en la cual se basa mi relato me fue sugerida en una con-versación trivial. Lo comencé en parte como diversión y en parte como pre-texto para ejercitar cualquier recurso de mi mente que aún tuviera intacto. A medida que avanzaba la obra, otros motivos se fueron añadiendo a éstos. En modo alguno me siento indiferente ante cómo puedan afectar al lector los principios morales que existan en los sentimientos o caracteres que con-tiene la obra. Sin embargo, mi principal preocupación en este punto se ha centrado en la eliminación de los efectos enervantes de las novelas de hoy en día, y en exponer la bondad del amor familiar, así como la excelencia de la virtud universal. Las opiniones que lógicamente surgen del carácter y situación del héroe en modo alguno deben considerarse siempre como



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convicciones mías; ni se debe extraer de las páginas que siguen conclusión alguna que prejuicie ninguna doctrina filosófica del tipo que fuera.

Es además de gran interés para la autora el hecho de que esta historia se comenzara en la majestuosa región donde se desarrolla la obra principal-mente, y rodeada de personas cuya ausencia no cesa de lamentar.

Pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra. La temporada era fría y lluviosa, y por las noches nos agrupábamos en torno a la chimenea. Ocasionalmente nos divertíamos con historias alemanas de fantasmas, que casualmente caían en nuestras manos. Aquellas narraciones despertaron en nosotros un deseo juguetón de emularlos. Otros dos amigos (cualquier relato de la pluma de uno de ellos resultaría bastante más grato para el lector que nada de lo que yo jamás pueda aspirar a crear) y o nos compro-metimos a escribir un cuento cada uno, basado en algún acontecimiento sobrenatural.

Sin embargo, el tiempo de repente mejoró, y mis dos amigos partieron de viaje hacia los Alpes donde olvidaron, en aquellos magníficos parajes, cual-quier recuerdo de sus espectrales visiones. El relato que sigue es el único que se termino.


































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CARTA 1








A la señora Saville, Inglaterra


San Petersburgo, 11 de diciembre de 17...


Te alegrarás de saber que ningún percance ha acom-pañado el comienzo de la empresa que tú contemplabas con tan malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera obligación es tranquilizar a mi querida hermana sobre mi bienestar y comunicarle mi creciente confianza en el éxito de mi empresa.

Me encuentro ya muy al norte de Londres, y andando por las calles de Petersburgo noto en las mejillas una fría brisa norteña que azuza mis nervios j me llena de ale-gría. ¿Entiendes este sentimiento? Esta brisa, que viene de aquellas regiones hacia las que yo me dirijo, me anticipa sus climas helados. Animado por este viento prometedor, mis esperanzas se hacen más fervientes y reales. Intento en vano convencerme de que el Polo es la morada del hielo y la desolación. Sigo imaginándomelo como la región de la hermosura y el deleite. Allí, Margaret, se ve siempre el sol, su amplio círculo rozando justo el horizonte y difundiendo un perpetuo resplandor. Allí pues con tu permiso, hermana mía, concederé un margen de confianza a anteriores nave-gantes, allí, no existen ni la nieve ni el hielo y navegando por un mar sereno se puede arribar a una tierra que supera, en maravillas y hermosura, cualquier región descubierta hasta el momento en el mundo habitado. Puede que sus productos y paisaje no tengan precedente, como sin duda sucede con los fenómenos de los cuerpos celestes de esas soledades inexploradas. ¿Hay algo que pueda sorprender en un país donde la luz es eterna? Puede que allí encuen-tre la maravillosa fuerza que mueve la brújula; podría


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incluso llegar a comprobar mil observaciones celestes que requieren sólo este viaje para deshacer para siempre sus aparentes contradicciones. Saciaré mi ardiente curiosidad viendo una parte del mundo jamás hasta ahora visitada y pisaré una tierra donde nunca antes ha dejado su huella el hombre. Estos son mis señuelos, y son suficientes para vencer todo temor al peligro o a la muerte e inducirme a emprender este laborioso viaje con el placer que siente un niño cuando se embarca en un bote con sus compañeros de vacaciones para explorar su río natal. Pero, suponiendo que todas estas conjeturas fueran falsas, no puedes negar el inestimable bien que podré transmitir a toda la huma-nidad, hasta su última generación, al descubrir, cerca del Polo, una ruta hacia aquellos países a los que actualmente se tarda muchos meses en llegar; o al desvelar el secreto del imán, para lo cual, caso de que esto sea posible, sólo se necesita de una empresa como la mía.

Estos pensamientos han disipado la agitación con la que empecé mi carta y siento arder mi corazón con un entu-siasmo que me transporta; nada hay que tranquilice tanto la mente como un propósito claro, una meta en la cual el alma pueda fiar su aliento intelectual. Esta expedición ha sido el sueño predilecto de mis años jóvenes. Apasionada-mente he leído los relatos de los diversos viajes que se han hecho con el propósito de llegar al Océano Pacífico Norte a través de los mares que rodean el Polo. Quizá recuerdes que la totalidad de la biblioteca de nuestro buen tío Thomas se reducía a una historia de todos los viajes realizados con fines exploradores. Mi educación estuvo un poco descui-dada, pero fui un lector empedernido.

Estudiaba estos volúmenes día y noche y, al familiari-zarme con ellos, aumentaba el pesar que sentí cuando, de niño, supe que la última voluntad de mi padre en su lecho de muerte prohibía a mi tío que me permitiera seguir la vida de marino.

Aquellas visiones se desvanecieron cuando entré en contacto por primera vez con aquellos poetas cuyos versos llenaron mi alma y la elevaron al cielo. Me convertí en poeta también y viví durante un año en un paraíso de mi propia creación; me imaginé que yo también podría obte-


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ner un lugar allí donde se veneran los nombres de Homero y Shakespeare. Tú estás bien al corriente de mi fracaso y de cuán amargo fue para mí este desengaño. Pero justo entonces heredé la fortuna de mi primo, y, mis pensamien-tos retornaron a su antiguo cauce.

Han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo la presente empresa. Incluso ahora puedo recordar el momento preciso en el que decidí dedicarme a esta gran labor. Empecé por acostumbrar mi cuerpo a la privación. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al mar del Norte y voluntariamente sufrí frío, hambre, sed y sueño. A menudo trabajé más durante el día que cualquier mari-nero, mientras dedicaba las noches al estudio de las mate-máticas, la teoría de la Medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas que pensé serían de mayor utilidad práctica para un aventurero del mar. En dos ocasiones me enrolé como segundo de a bordo en un ballenero de Groenlandia y ambas veces salí con éxito. Debo reconocer que me sentí orgulloso cuando el capitán me ofreció el puesto de piloto en el barco y me pidió reiteradamente que me quedara ya que tanto apreciaba mis servicios. Y ahora, querida Mar-garet, ¿no merezco llevar a cabo alguna gran empresa? Podía haber pasado mi vida rodeado de lujo y comodidad, pero he preferido la gloria a cualquiera de los placeres que me pudiera proporcionar la riqueza. ¡Si tan sólo una voz, alentadora me respondiera afirmativamente! Mi valor y mi resolución son firmes, pero mis esperanzas fluctúan y mi ánimo se deprime con frecuencia. Estoy a punto de emprender un largo y difícil viaje, cuyas vicisitudes exigi-rán de mí todo mi valor. Se me pide no sólo que levante el ánimo de otros, sino que conserve mi entereza cuando ellos flaqueen.

Esta es la época más favorable para viajar por Rusia. Vuelan sobre la nieve en sus trineos; el movimiento es agra-dable y, a mi modo de ver, mucho más cómodo que el de los coches de caballos ingleses. El frío no es extremado, si vas envuelto en pieles, atuendo que yo ya he adoptado. Hay una gran diferencia entre andar por la cubierta y per-manecer sentado, inmóvil durante horas, sin hacer el ejer-cicio que impediría que la sangre se te hiele materialmente



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en las venas. ¡No tengo la intención de perder la vida en la ruta entre San Petersburgo y Arkángel.

Partiré hacia esta última ciudad dentro de dos o tres semanas, y pienso fletar allí un barco, cosa que me será fácil si le pago el seguro al dueño; también contrataré cuantos marineros considere precisos de entre los que están acos-tumbrados a ir en balleneros. No pienso navegar hasta el mes de Junio; y en cuanto a mi regreso, querida hermana, ¿cómo responder a esta pregunta? Si tengo éxito, pasa-rán muchos, muchos meses, incluso años, antes de que tú y yo nos volvamos a encontrar. Si fracaso, me verás o muy pronto, o nunca.

Hasta la vista, mi querida y excelente Margaret. Que el cielo te envíe todas las bendiciones y a mí me proteja para que pueda atestiguarte una y otra vez mi gratitud por todo tu amor y tu bondad.

Tu afectuoso hermano,

Robert Walton

































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CARTA 2








A la señora Saville, Inglaterra


Arkángel, 28 de marzo de 17...


¡Qué despacio pasa aquí el tiempo, rodeado como estoy de nieve y hielo! Sin embargo, he dado ya un segundo paso hacia la realización de mi empresa. He fletado un barco y estoy ocupado en reunir la tripulación; los que ya he contratado parecen hombres en quienes puedo con-fiar e indudablemente están dotados de invencible valor. Tengo, empero, un deseo aún por satisfacer y este vacío me acucia ahora de manera terrible. No tengo amigo alguno, Margaret; cuando arda con el entusiasmo del éxito, no habrá nadie que comparta mi alegría; si soy víctima del des-aliento, nadie se esforzará por disipar mi desánimo. Podré plasmar mis pensamientos en el papel, cierto, pero es un pobre medio para comunicar los sentimientos. Añoro la compañía de un hombre que pudiera compenetrarse con-migo, cuya mirada respondiera a la mía. Me puedes tachar de romántico, querida hermana, pero echo muy en falta a un amigo. No tengo a nadie cerca que sea tranquilo a la vez que valeroso, culto y capaz, cuyos gustos se parezcan a los míos, que pueda aprobar o corregir mis proyectos. ¡Qué bien enmendaría un amigo así los fallos de tu pobre her-mano! Soy demasiado impulsivo en la ejecución y dema-siado impaciente con los obstáculos. Pero aún me resulta más nocivo el hecho de haberme autoeducado. Durante los primeros catorce años de mi vida corrí por los campos como un salvaje, y no leí nada salvo los libros de viajes de nuestro tío Thomas. A esa edad empecé a familiarizarme con los renombrados poetas de nuestra patria. Pero no vi la nece-sidad de aprender otras lenguas que la mía hasta que no



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estaba en mi poder el sacar los máximos beneficios de esta convicción. Tengo ahora veintiocho años, y en realidad soy más inculto que muchos colegiales de quince. Es cierto que he reflexionado más, y que mis sueños son más ambiciosos y magníficos, pero carecen de equilibrio (como dicen los pintores). Me hace mucha falta un amigo que tuviera el suficiente sentido común como para no despreciarme por romántico y que me estimara lo bastante como para inten-tar ordenar mi mente.

Bien, son éstas lamentaciones vanas; sé que no encon-traré amigo alguno en el vasto océano, ni siquiera aquí, en Arkángel, entre mercaderes y hombres de mar. Sin embargo, incluso en estos rudos corazones laten algu-nos sentimientos, extraños a la escoria de la naturaleza humana. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre de enorme valor e iniciativa, empecinado en su afán de gloria. Es inglés, y, aunque lleno de prejuicios nacionales y profe-sionales, jamás limados por la educación, retiene algunas de las más preciosas cualidades humanas. Lo conocí a bordo de un ballenero, y, al saber que se encontraba en esta ciudad sin trabajo, no tuve ninguna dificultad para persuadirlo de que me ayudara en mi aventura.

El capitán es una persona de excelente disposición y muy querido en el barco por su amabilidad y flexibilidad en la disciplina. Tanta es la bondad de su naturaleza, que no quiere calar (deporte favorito aquí) casi la única diver-sión, porque no soporta derramar sangre. Es además de una heroica generosidad. Hace algunos años se enamoró de una joven rusa de familia relativamente acomodada; tras hacerse con una considerable fortuna por la captura de navíos enemigos, el padre de la joven dio su consenti-miento al matrimonio. Él vio a su prometida una vez antes de la ceremonia. Bañada en lágrimas, se le arrojó a los pies, y le suplicó la perdonara, a la vez que le confesaba su amor por otro hombre con el cual su padre nunca consentiría que se casara, ya que carecía de fortuna. Mi desprendido amigo tranquilizó a la suplicante muchacha y, en cuanto supo el nombre de su amado, abandonó al instante su galanteo. Había ya comprado con su dinero una granja, en la cual pensaba pasar el resto de su vida, pero se la cedió a su rival,



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junto con el resto de su fortuna, para que pudiera comprar algunas reses. El mismo solicitó del padre de la joven el con-sentimiento para la boda, mas el anciano se negó conside-rándose en deuda de honor con mi amigo, el cual, al ver al padre en actitud tan inflexible, abandonó el país para no regresar hasta saber que su antigua novia se había casado con el hombre a quien amaba. «¡Qué persona tan noble!», exclamarás sin duda, y así es, pero desgraciadamente ha pasado toda su vida a bordo de un barco y apenas tiene idea de algo que no sean las maromas y los obenques.

Mas no pienses que el que me queje un poco, o crea que quizá nunca llegue a conocer el consuelo para mi tris-teza, signifique que titubeo en mi decisión. Esta es tan firme como el destino mismo, y mi viaje se ve retrasado tan sólo porque espero un tiempo favorable que me permita zarpar. El invierno ha sido tremendamente duro; pero la primavera promete ser buena e incluso parece que se ade-lantará, de modo que quizá pueda hacerme a la mar antes de lo previsto. No actuaré con precipitación; me conoces lo suficientemente bien como para fiarte de mi prudencia y moderación cuando tengo confiada la seguridad de otros.

No puedo describirte la emoción que tengo ante la proximidad del comienzo de mi empresa. Es imposible transmitirte una idea de la tremenda emoción, mezcla de agrado y de temor, con la cual me dispongo a partir. Marcho hacia lugares inexplorados, hacia «la región de la brumas la nieve», pero no mataré a ningún albatros, así que no temas por mi suerte.

¿Te encontraré de nuevo, tras cruzar inmensos mares y rodear los cabos de Africa o América? No me atrevo a esperar tal éxito, y no obstante no puedo soportar la idea del fracaso. Continúa aprovechando toda oportunidad de escribirme; puede que reciba tus cartas (si bien hay pocas esperanzas) cuando más las necesite para animarme. Te quiero mucho. Recuérdame con afecto si no vuelves a saber de mí.

Tu afectuoso hermano,

Robert Walton




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CARTA 3








A la señora Saville, Inglaterra


7 de julio de 17...


Mi querida hermana:

Te escribo con premura unas líneas para decirte que estoy bien y que mi viaje está muy avanzado. Te llegará esta carta por un buque mercante que regresa a casa desde Ankángel; es más afortunado que yo, que puede que no vea mi patria en muchos años. Sin embargo, estoy ani-mado; mis hombres son valerosos y parecen tener una firme voluntad. No les desaniman ni siquiera las capas de hielo que constantemente flotan a nuestro lado, presagio de los peligros que alberga la región hacia la cual nos dirigimos. Ya hemos alcanzado una latitud muy alta, pero estamos en pleno verano, y, aunque la temperatura es menos alta que en Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan veloz-mente hacia las costas que ansío ver, traen consigo un alen-tador grado de calor que no había esperado.

Hasta el momento no nos ha acaecido ningún incidente que merezca la pena contar. Un par de ventiscas fuertes y la ruptura de un mástil son accidentes que navegantes ave-zados apenas si recordarían. Yo me encontraré satisfecho si nada peor nos acontece durante el viaje.

Adiós, querida Margaret. Estáte tranquila, pues tanto por mi bien como por el tuyo no afrontaré peligros innece-sariamente. Permaneceré sereno, perseverante y prudente.

Mis saludos a mis amigos ingleses. Tuyo afectísimo,
Robert Walton


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CARTA 4








A la señora Saville, Inglaterra


5 de agosto de 17...


Nos ha ocurrido un accidente tan extraño, que no puedo dejar de anotarlo, si bien es muy probable que me veas antes de que estos papeles lleguen a tus manos. El lunes pasado (31 de julio) nos hallábamos rodeados por el hielo, que cercaba el barco por todos los lados, dejándo-nos apenas el agua precisa para continuar a flote. Nuestra situación era algo peligrosa, sobre todo porque nos envol-vía una espesa niebla. Decidimos, por tanto, permanecer al pairo con la esperanza de que adviniera algún cambio en la atmósfera y el tiempo. Hacia las dos de la tarde, la niebla levantó y observamos, extendiéndose en todas direcciones, inmensas e irregulares capas de hielo que parecían no tener fin. Algunas de mis compañeros lanzaron un gemido, y yo mismo empezaba a intranquilizarme, cuando de pronto una insólita imagen acaparó nuestra atención y distrajo nuestros pensamientos de la situación en la que nos encon-trábamos. Como a media milla y en dirección al norte vimos un vehículo de poca altura, sujeto a un trineo y tirado por perros. Un ser de apariencia humana, pero de gigantesca estatura, iba sentado en el trineo y dirigía los perros. Obser-vamos con el catalejo el rápido avance del viajero hasta que se perdió entre los lejanos montículos de hielo.

Esta visión provocó nuestro total asombro. Nos creía-mos a muchas millas de cualquier tierra, pero esta aparición parecía demostrar que en realidad no nos encontrábamos tan lejos como suponíamos. Pero, cercados como estábamos por el hielo, era imposible seguir el rastro de aquel hombre al que habíamos observado con la mayor atención.


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Unas dos horas después de esto oímos el bramido del mar y antes del anochecer el hielo rompió, liberando nues-tro navío. Sin embargo, permanecimos allí hasta la mañana siguiente, temerosos de encontrarnos con esos grandes témpanos sueltos que flotan tras haberse roto el hielo. Aproveché ese tiempo para descansar unas horas.

Por la mañana, en cuanto hubo amanecido, salí a cubierta y me encontré a toda la tripulación hacinada a un lado del navío, aparentemente conversando con alguien fuera del barco. En efecto, sobre un gran fragmento de hielo, que se nos había acercado durante la noche, había un trineo parecido al que ya habíamos divisado.

Únicamente un perro permanecía vivo; pero había un ser humano en el trineo, al cual los marineros intentaban persuadir de que subiera al barco. No parecía, como el via-jero de la noche anterior, un habitante salvaje procedente de alguna isla inexplorada, sino un europeo. Cuando apa-recí en cubierta, mi segundo oficial gritó:

–Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.

Al verme, el hombre se dirigió a mí en inglés, si bien con acento extranjero.

–Antes de subir al navío –dijo–, ¿tendría la amabilidad de indicarme hacia dónde se dirige?

Podrás imaginar mi sorpresa al oír semejante pregunta de labios de una persona al borde de la muerte y para la cual yo habría pensado que mi barco ofrecía un recurso que no hubiese cambiado ni por las mayores riquezas del mundo. Le respondí, sin embargo, que nos dirigíamos al Polo Norte en viaje de exploración.

Pareció satisfacerle y consintió en subir a bordo. ¡Santo cielo, Margaret! Si hubieras visto al hombre que de esta forma ponía condiciones a su salvación, tu sorpresa hubiera sido ilimitada. Tenía los miembros casi helados y el cuerpo horriblemente demacrado por la fatiga y el sufrimiento. Jamás vi hombre alguno en condición tan lastimosa. Inten-tamos llevarlo al camarote, pero en cuanto dejó de estar al aire libre perdió el conocimiento, de manera que volvimos



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a subirlo a cubierta y lo reanimamos frotándolo con coñac y obligándolo a beber una pequeña cantidad. En cuanto volvió a mostrar síntomas de vida lo envolvimos en mantas y lo colocamos cerca del fogón de la cocina. Poco a poco se fue recuperando, y tomó un poco de sopa, que le hizo mucho bien.

Así pasaron dos días, sin que pudiera hablar, y a menudo temí que los sufrimientos le hubiesen privado de la razón. Cuando se hubo repuesto un poco, lo llevé a mi propio camarote y lo atendí cuanto me lo permitían mis obligaciones. Nunca había conocido a nadie más intere-sante. Suele tener una expresión exaltada, como de locura, en la mirada. Pero hay momentos en los que, si alguien le demuestra alguna atención o le presta el más mínimo servicio, se le ilumina la fas con una benevolencia j ternura que no he visto en otro hombre. Mas por lo general está melancólico y resignado; a veces aprieta los dientes, como si se impacientara con el peso de los males que lo afligen. Cuando mi huésped se encontró un poco mejor, me costó protegerlo del acoso de la tripulación que quería hacerle mil preguntas. No permití que lo atormentaran con su ociosa curiosidad, ya que aún se encontraba en un estado físico y moral cuyo restablecimiento dependía por completo del reposo. Sin embargo, en una ocasión el lugarteniente le preguntó que por qué había llegado tan lejos por el hielo en un vehículo tan extraño.

Una expresión de dolor le cubrió el rostro de inme-diato; y respondió:

–Voy en busca de alguien que huyó de mí.

¿Y el hombre a quien perseguía viajaba de manera semejante?

–Sí.

–Entonces pienso que lo hemos visto, pues el día antes de recogerlo a usted vimos unos perros tirando de un trineo, en el cual iba un hombre. Esto despertó la aten-ción del extranjero, e hizo múltiples preguntas acerca de la dirección que había tomado aquel demonio, como él le llamó. Al poco rato, cuando se hallaba solo conmigo, dio:



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–Sin duda he despertado su curiosidad, así como la de esta buena gente, aunque es usted demasiado discreto como para hacerme ninguna pregunta.

–Sería impertinente e inhumano por mi parte él moles-tarlo con ellas.

Y no obstante –prosiguió–, me rescató usted de una extraña y peligrosa situación. Usted me ha devuelto gene-rosamente la vida.

Poco después de esto quiso saber si yo creía que el hielo, al resquebrajarse, habría destruido el otro trineo.

Le contesté que no podía responderle con ninguna certeza, ya que el hielo no se había roto hasta cerca de medianoche, y el viajero podía haber llegada a algún lugar seguro con anterioridad. Me era imposible aventurar juicio alguno.

A partir de este momento el extranjero demostró gran interés por estar en cubierta, para vigilar la aparición del otro trineo. He conseguido persuadirlo de que permanezca en el camarote, pues está aún demasiado débil para sopor-tar las inclemencias del tiempo, pero le he prometido que alguien oteará en su lugar y lo avisará en cuanto aparezca cualquier objeto nuevo a la vista.

Por lo que respecta a este extraño incidente, éste es mi diario hasta el momento. La salud de nuestro huésped ha ido mejorando gradualmente, pero apenas habla, y parece inquietarse cuando alguien que no sea yo entra en su camarote. Sin embargo, sus modales son tan conciliado-res y delicados, que todos los marineros se interesan por su estado, a pesar de no haber tenido apenas relación con él. Por mi parte, empiezo a quererlo como a un hermano, y su constante y profundo pesar me llena de piedad y sim-patía.

Debe haber sido una persona muy noble en otros tiempos, ya que, deshecho como está ahora, sigue siendo tan interesante y amable.

Te decía en una de mis cartas, querida Margaret, que no hallaría ningún amigo en el vasto océano, pero he encontrado un hombre a quien, antes de que la desgracia


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quebrara su espíritu, me hubiera gustado tener por her-mano.

De tener nuevos incidentes que relatar respecto del extranjero, continuaré a intervalos mi diario.




13 de agosto de 17...


El afecto que siento por mi invitado aumenta cada día. Suscita a la vez mi piedad y mi admiración hasta extre-mos asombrosos. ¿Cómo puedo ver a tan noble criatura destruida por la miseria sin sentir el dolor más acuciante? Es tan dulce y a la vez tan sabio; tiene la mente muy culti-vada, y cuando habla, si bien escoge las palabras cuidado-samente, éstas fluyen con una rapidez y elocuencia poco frecuentes.

Está muy restablecido de su enfermedad, y pasea continuamente por la cubierta, vigilando la aparición del trineo que precedió al suyo. Sin embargo, aunque ape-nado, no está tan sumido en su propia desgracia como para no interesarse profundamente por los quehaceres de los demás. Me ha hecho muchas preguntas respecto a mis propósitos y yo le he contado mi pequeña historia con toda sinceridad. Pareció alegrarle mi franqueza, y me sugirió varios cambios en mis planes, que encontraré sumamente útiles. No hay pedantería en su ademán, sino que más bien todo lo que hace parece brotar tan sólo del interés que instintivamente siente por el bienestar de todos los que lo rodean. A menudo le invade la tristeza y entonces se sienta sólo e intenta superar todo lo que de hosco y antisocial hay en su humor. Estos paroxismos pasan, como una nube por delante del sol, si bien su aba-timiento nunca le abandona. Me he esforzado por gran-jearme su confianza y espero haber tenido éxito. Un día le mencioné mi eterno deseo de encontrar un amigo que pudiera simpatizar conmigo y orientarme con su consejo. Le dije que no pertenecía a la clase de hombres a quienes un consejo puede ofender.




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–Soy autodidacta, y quizá no confíe demasiado en mi propia capacidad. Por tanto, desearía que mi amigo fuera más sabio y avezado que yo, para afianzarme y apoyarme en él. Tampoco creo que sea imposible encontrar un verda-dero amigo.

–Estoy de acuerdo con usted contestó el extranjero– en que la amistad es algo no sólo deseable, sino posible. Tuve una vez un amigo, el más noble de los seres humanos, y por tanto estoy capacitado para juzgar con respecto a la amistad. Tiene usted esperanzas y el mundo ante usted es suyo, y no tiene razón para desesperar. Mas yo..., yo he per-dido todo y no puedo empezar la vida de nuevo.

Al decir esto, su rostro cobró una expresión de sereno y resignado dolor que me llegó al corazón. Pero él perma-neció en silencio, y al poco se retiró a su camarote.

Incluso desfondado como está, nadie puede gozar con mayor intensidad que él de la hermosura de la naturaleza.

El cielo estrellado, el mar y todo el paisaje que estas maravillosas regiones nos proporcionan parecen tener aún el poder de despegar su alma de la tierra. Un hombre así tiene una doble existencia: puede padecer desgracias, y verse arrollado por el desencanto; pero, cuando se encierre en sí mismo, será como un espíritu celeste rodeado de un halo cuyo círculo no ose atravesar ni el pesar ni la locura.

¿Te ríes del entusiasmo que demuestro respecto a este divino nómada? Si fuera así, debes haber perdido esa inocencia que constituía tu encanto característico. Pero, si quieres, sonríete ante el calor de mis alabanzas, mientras yo sigo encontrando –mayores razones para ellas de día en día.





19 de agosto de 17...


Ayer el extranjero me dijo:

–Fácilmente habrá podido comprobar, capitán Walton, que he padecido grandes y singulares desventuras.


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Una vez decidí que el recuerdo de estos males moriría conmigo, pero usted me ha inducido a cambiar mis pro-pósitos. Busca usted el conocimiento y la sabiduría, como me sucedió a mí antaño; deseo con fervor que el fruto de sus ansias no se convierta para usted en una serpiente que le muerda, como me ocurrió a mí. No creo que el relato de mis desventuras le sea útil, pero, si quiere, escuche mi historia. Pienso que los extraños sucesos a ella vinculados pueden proporcionarle una visión de la naturaleza humana que amplíe sus facultades y conocimientos, y le descubrirá poderes y sucesos que usted ha estado acostumbrado a creer imposibles. Pero no dudo de que a lo largo de mi relato se pruebe la evidencia interna de la veracidad de los sucesos que lo componen.

Como te puedes imaginar, me halagó mucho la con-fianza que depositaba en mí, pero me dolía que él reavi-vara sus sufrimientos contándome sus desventuras. Estaba ansioso por escuchar la narración prometida, en parte por curiosidad y en parte por un deseo de aliviar su suerte, caso de que esto estuviera en mi mano, y así se lo expresé en mi respuesta. –Le agradezco su amabilidad me contestó–, pero es inútil; mi sino casi se ha cumplido. Espero sólo un acon-tecimiento y luego descansaré en paz. Comprendo lo que siente continuó al advertir que quería interrumpirlo–, pero está confundido, amigo mío, si así me permite llamarle. Nada puede alterar mi destino.

Escuche mi relato y verá cuán irrevocablemente está determinado.

Me dio entonces que empezaría su narración al día siguiente, cuando yo estuviera más libre. Esta promesa pro-vocó mi más profundo agradecimiento. Me he propuesto escribir cada noche, cuando no esté ocupado, lo que me haya contado durante el día, empleando en lo posible sus propias palabras. De estarlo, al menos tomaré algu-nas notas. Sin duda este manuscrito te proporcionará gran placer. ¡Y con qué interés y simpatía lo leeré yo algún día en el futuro! ¡Yo, que lo conozco y que lo oigo de sus pro-pios labios!





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CAPÍTULO 1








Soy ginebrino de nacimiento, y mi familia es una de las más distinguidas de esa república. Durante muchos años mis antepasados habían sido conseje-ros y jueces, y mi padre había ocupado con gran honor y buena reputación diversos cargos públicos. Todos los que lo conocían lo respetaban por su inte-gridad e infatigable dedicación. Pasó su juventud dedicado por completo a los asuntos de su país, y sólo al final de su vida pensó en el matrimonio y así dar al Estado unos hijos que pudieran perpetuar su nombre y sus virtudes.

Puesto que las circunstancias de su matrimonio reflejan su personalidad, no puedo dejar de referirme a ellas. Uno de sus más íntimos amigos era un comerciante, que, debido a numerosos contratiempos, cayó en la miseria tras gozar de una muy desahogada situación. Este hombre, de nombre Beaufort, era de carácter orgulloso y altivo y se resistía a vivir en la pobreza y el olvido en el mismo país en el que, con anterioridad, se le distinguiera por su categoría y riqueza. Habiendo, pues, saldado sus deudas en la forma más honrosa, se retiró a la ciudad de Lucerna con su hija, donde vivió sumido en el anonimato y la desdicha. Mi padre profesaba a Beaufort una auténtica amistad, y su reclusión en estas desgraciadas circunstancias le afligió mucho. También sentía íntimamente la ausencia de su compañía, y se propuso encontrarlo y persuadirlo de que, con su crédito y ayuda, empe-zara de nuevo.

Beaufort había tomado medidas eficaces para esconderse, y mi padre tardó diez meses en descubrir su paradero. Entusiasmado con el descubrimiento, mi padre se apresuró hacia su casa situada en una humilde calle cerca del Reuss. Pero al llegar sólo encontró miseria y desesperación. Beaufort no había logrado salvar más que una pequeña cantidad de dinero de los des-pojos de su fortuna. Era suficiente para sustentarlo durante algunos meses y, mientras tanto, esperaba encontrar un trabajo respetable con algún comerciante. Así pues, pasó el intervalo inactivo; y, con tanto tiempo para reflexionar sobre su dolor, se hizo más profundo y amargo y, al fin, se apo-deró de tal forma de él, que tres meses después estaba enfermo en cama, incapaz de realizar cualquier esfuerzo.

Su hija lo cuidaba con el máximo cariño, pero veía con desazón que su pequeño capital disminuía con rapidez y que no había otras perspectivas


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de sustento. Pero Caroline Beaufort estaba dotada de una inteligencia poco común; y su valor vino en su ayuda en la adversidad. Empezó a hacer labores sencillas; trenzaba paja, y de diversas maneras consiguió ganar una miseria que apenas le bastaba para sustentarse.

Así pasaron varios meses. Su padre empeoró, y ella cada vez tenía que emplear más tiempo en atenderlo; sus medios de sustento menguaban. A los diez meses murió su padre dejándola huérfana e indigente. Este golpe final fue demasiado para ella. Al entrar en la casa mi padre, la encontró arrodillada junto al ataúd, llorando amargamente; llegó como un espíritu protector para la pobre criatura, que se encomendó a él. Tras el entierro de su amigo, mi padre la llevó a Ginebra, confiándola al cuidado de un pariente; y dos años después se casó con ella.

Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, las obligaciones de su nueva situación le ocupaban tanto tiempo que dejó varios de sus trabajos públicos y se dedicó por entero a la educación de sus hijos. Yo era el mayor y el desti-nado a heredar todos sus derechos y obligaciones. Nadie puede haber tenido padres más tiernos que yo. Mi salud y desarrollo eran su constante ocupación, ya que fui hijo único durante varios años. Pero, antes de proseguir mi narra-ción, debo contar un incidente que tuvo lugar cuando yo tenía cuatro años.

Mi padre tenía una hermana a quien amaba tiernamente y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su boda, había acompañado a su marido a su país natal, y durante algunos años mi padre tuvo muy poca relación con ella. Murió alrededor de la época de la que hablo, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado haciéndole saber que tenía la intención de casarse con una dama italiana y pidiéndole que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su difunta hermana.

Es mi deseo –dijo– que la consideres como hija tuya y que como a tal la eduques. Es la heredera de la fortuna de su madre, y te enviaré los docu-mentos que así lo demuestran. Reflexiona sobre esta propuesta y decide si preferirías educar a tu sobrina tú mismo o que lo haga una madrastra.

Mi padre no dudó un instante, y de inmediato se puso en camino hacia Italia con el fin de acompañar a la pequeña Elizabeth hasta su futuro hogar. A menudo he oído a mi madre decir que era la criatura más preciosa que jamás había visto, e incluso ya entonces mostraba síntomas de un carácter dulce y afectuoso.

Estas características y el deseo de afianzar los lazos del amor familiar hicie-ron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, plan del cual nunca encontró razón para arrepentirse.


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A partir de este momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y, a medida que crecíamos, en una amiga. Era dócil y de buen carácter, a la vez que alegre y juguetona como un insecto de verano. A pesar de que era vivaz y animada, tenía fuertes y profundos sentimientos y era desacostumbradamente afectuosa. Nadie podía disfrutar mejor de la libertad ni podía plegarse con más gracia que ella a la sumisión o lanzarse al capricho. Su imaginación era exuberante, pero tenía una gran capacidad para aplicarla. Su persona era el reflejo de su mente, sus ojos de color ave-llana, aunque vivos como los de un pájaro, poseían una atractiva dulzura. Su figura era ligera y airosa y, aunque era capaz de soportar gran fatiga, parecía la criatura más frágil del mundo. A pesar de que me cautivaba su comprensión y fantasía, me deleitaba cuidarla como a un animalillo pre-dilecto. Nunca vi más gracia, tanto personal como mental, ligada a mayor modestia.

Todos querían a Elizabeth. Si los criados tenían que pedir algo, siempre lo hacían a través de ella. No conocíamos ni la desunión ni las peleas, pues aunque éramos muy diferentes de carácter, incluso en esa diferencia había armonía. Yo era más tranquilo y filosófico que mi compañera, pero menos dócil. Mi capacidad de concentración era mayor, pero no tan firme. Yo me deleitaba investigando los hechos relativos al mundo en sí, ella prefería las aéreas creaciones de los poetas. Para mí el mundo era un secreto que anhelaba descubrir, para ella era un vacío que se afanaba por poblar con imaginaciones personales.

Mis hermanos eran mucho más jóvenes que yo; pero tenía un amigo entre mis compañeros del colegio, que compensaba esta deficiencia. Henry Cler-val era hijo de un comerciante de Ginebra, íntimo amigo de mi padre, y un chico de excepcional talento e imaginación. Recuerdo que, cuando tenía nueve años, escribió un cuento que fue la delicia y el asombro de todos sus compañeros. Su tema de estudio favorito eran los libros de caballería y romances, y recuerdo que de muy jóvenes solíamos representar obras escri-tas por él, inspiradas en estos sus libros predilectos, siendo los principales personajes Orlando, Robin Hood, Amadís y San Jorge.

Juventud más feliz que la mía no puede haber existido. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros amables. Para nosotros los estudios nunca fueron una imposición; siempre teníamos una meta a la vista que nos espo-leaba a proseguirlos. Esta era el método, y no la emulación, que nos indu-cía a aplicarnos. Con el fin de que sus compañeras no la dejaran atrás, a Elizabeth no se la orientaba hacia el dibujo. Sin embargo, se dedicaba a él motivada por el deseo de agradar a su tía, representando alguna escena favorita dibujada por ella misma. Aprendimos inglés y latín para poder leer


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lo que en esas lenguas se había escrito. Tan lejos estaba el estudio de resul-tarnos odioso a consecuencia de los castigos, que disfrutábamos con él, y nuestros entretenimientos constituían lo que para otros niños hubieran sido pesadas tareas. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos lenguas tan rápidamente como aquellos a quienes se les educaba conforme a los métodos habituales, pero lo que aprendimos se nos fijó en la memoria con mayor profundidad.

Incluyo a Henry Clerval en esta descripción de nuestro círculo doméstico, pues estaba con nosotros continuamente.

Iba al colegio conmigo, y solía pasar la tarde con nosotros; pues, siendo hijo único y encontrándose solo en su casa, a su padre le complacía que tuviera amigos en la nuestra. Por otro lado nosotros tampoco estábamos del todo felices cuando Clerval estaba ausente.

Siento placer al evocar mi infancia, antes de que la desgracia me empañara la mente y cambiara esta alegre visión de utilidad universal por tristes y mezquinas reflexiones personales. Pero al esbozar el cuadro de mi niñez, no debo omitir aquellos acontecimientos que me llevaron, con paso incons-ciente, a mi ulterior infortunio. Cuando quiero explicarme a mí mismo el origen de aquella pasión que posteriormente regiría mi destino, veo que arranca, como riachuelo de montaña, de fuentes poco nobles y casi olvida-das, engrosándose poco a poco hasta que se convierte en el torrente que ha arrasado todas mis esperanzas y alegrías.

La filosofía natural es lo que ha forjado mi destino. Deseo, pues, en esta narración explicar las causas que me llevaron a la predilección por esa ciencia. Cuando tenía trece años fui de excursión con mi familia a un bal-neario que hay cerca de Thonon. La inclemencia del tiempo nos obligó a permanecer todo un día encerrados en la posada, y allí, casualmente, encontré un volumen de las obras de Cornelius Agrippa. Lo abrí con aburrimiento, pero la teoría que intentaba demostrar y los maravillosos hechos que relataba pronto tornaron mi indiferencia en entusiasmo. Una nueva luz pareció iluminar mi mente, y lleno de alegría le comuniqué a mi padre el descubrimiento. No puedo dejar de comentar aquí las múl-tiples oportunidades de que disponen los educadores para orientar la atención de sus alumnos hacia conocimientos prácticos, y que desapro-vechan lamentablemente. Mi padre ojeó distraídamente la portada del libro y dijo:

¡Ah, Cornelius Agrippa! Víctor, hijo mío, no pierdas el tiempo con esto, son tonterías. Si en vez de hacer este comentario, mi padre se hubiera moles-tado en explicarme que los principios de Agrippa estaban totalmente supe-



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rados, que existía una concepción científica moderna con posibilidades mucho mayores que la antigua, puesto que eran reales y prácticas mien-tras que las de aquélla eran quiméricas, tengo la seguridad de que hubiera perdido el interés por Agrippa. Probablemente, sensibilizada como tenía la imaginación, me hubiera dedicado a la química, teoría más racional y producto de descubrimientos modernos. Es incluso posible que mi pensa-miento no hubiera recibido el impulso fatal que me llevó a la ruina. Pero la indiferente ojeada de mi padre al volumen que leía en modo alguno me indicó que él estuviera familiarizado con el contenido del mismo, y prose-guí mi lectura con mayor avidez.

Mi primera preocupación al regresar a casa fue hacerme con la obra com-pleta de este autor y, después, con la de Paracelso y Alberto Magno. Leí y estudié con gusto las locas fantasías de estos escritores. Me parecían tesoros que, salvo yo, pocos conocían. Aunque a menudo hubiera querido comuni-carle a mi padre estas secretas reservas de mi sabiduría, me lo impedía su imprecisa desaprobación de mi querido Agrippa.

Por tanto, y bajo promesa de absoluto secreto, le comuniqué mis descubri-mientos a Elizabeth, pero el tema no le interesó y me vi obligado á conti-nuar solo.

Puede parecer extraño que en el siglo XVIII surja un discípulo de Alberto Magno, pero nuestra familia no era científica, y yo no había asistido a ninguna de las clases que se daban en la universidad de Ginebra.

Así pues, mis sueños no se veían turbados por la realidad, y me lancé con enorme diligencia a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida. Pero era esto último lo que recibía mi más completa atención: la riqueza era un objetivo inferior; pero ¡qué fama rodearía al descubrimiento si yo pudiera eliminar de la humanidad toda enfermedad y hacer invulnerables a los hombres a todo salvo a la muerte violenta!

No eran éstos mis únicos pensamientos. Provocar la aparición de fantasmas y demonios era algo que mis autores predilectos prometían que era fácil, cumplimiento que yo ansiaba fervorosamente conseguir. Atribuía el que mis hechizos jamás tuvieran éxito más a mi inexperiencia y error que a la falta de habilidad o veracidad por parte de mis instructores.

Los fenómenos naturales que a diario tienen lugar no escapaban a mi obser-vación. La destilación y los maravillosos efectos del vapor, procesos que mis autores favoritos desconocían por completo, provocaban mi asombro. Pero mi mayor sorpresa la suscitaron unos experimentos con una bomba de aire que empleaba un caballero al cual solíamos visitar.



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El desconocimiento de los antiguos filósofos sobre éste y varios otros temas disminuyeron mi fe en ellos, pero no podía desecharlos por completo sin que algún otro sistema ocupara su lugar en mi mente.

Tenía alrededor de quince años cuando, habiéndonos retirado a la casa que teníamos cerca de Belrive, presenciamos una terrible y violenta tormenta. Había surgido detrás de las montañas del Jura, y los truenos estallaban al unísono desde varios puntos del cielo con increíble estruendo. Mientras duró la tormenta, observé el proceso con curiosidad y deleite. De pronto, desde el dintel de la puerta, vi emanar un haz de fuego de un precioso y viejo roble que se alzaba a unos quince metros de la casa; en cuanto se desvaneció el resplandor, el roble había desaparecido y no quedaba nada más que un tocón destrozado. Al acercarnos a la mañana siguiente, encon-tramos el árbol insólitamente destruido. No estaba astillado por la sacu-dida; se encontraba reducido por completo a pequeñas virutas de madera. Nunca había visto nada tan deshecho.

La catástrofe de este árbol avivó mi curiosidad, y con enorme interés le pregunté a mi padre acerca del origen y naturaleza de los truenos y los relámpagos.

Es la electricidad me contestó, a la vez que me describía los diversos efectos de esa energía.

Construyó una pequeña máquina eléctrica y realizó algunos experimentos. También hizo una cometa con cable y cuerda, que arrancaba de las nubes ese fluido.

Esto último acabó de destruir a Cornelius Agrippa, Alberto Magno y Para-celso, que durante tanto tiempo habían reinado como dueños de mi ima-ginación. Pero, por alguna fatalidad, no me sentí inclinado a empezar el estudio de los sistemas modernos, desinclinación que se vio influida por la siguiente circunstancia.

Mi padre expresó el deseo de que asistiera a un curso sobre filosofía natu-ral. Gustosamente asentí a esto, pero algún motivo me impidió ir hasta que el curso estuvo casi terminado. Por tanto, al ser ésta una de las últimas clases, me resultó totalmente incomprensible. El profesor disertaba con la mayor locuacidad sobre el potasio y el boro, los sulfatos y óxidos, términos que yo no podía asociar a ninguna idea. Empecé a aborrecer la ciencia de la filosofía natural, aunque seguí leyendo a Plinio y Buffon con deleite, autores, a mi juicio, de similar interés y utilidad.

A esta edad las matemáticas y la mayoría de las ramas cercanas a esa cien-cia constituían mi principal ocupación. También me afanaba por aprender



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lenguas; el latín ya me era familiar, y sin ayuda del diccionario empecé a leer algunos de los autores griegos más asequibles. También entendía inglés y alemán perfectamente.

Este era mi bagaje cultural a los diecisiete años, además de las muchas horas empleadas en la adquisición y conservación del conocimiento de la vasta literatura.

También recayó sobre mí la obligación de instruir a mis hermanos. Ernest, seis años menor que yo, era mi principal alumno. Desde la infancia había sido enfermizo, y Elizabeth y yo lo habíamos cuidado constantemente; era de disposición dócil, pero incapaz de cualquier prolongado esfuerzo mental. William, el benjamín de la familia, era todavía un niño y la criatura más preciosa del mundo; tenía los ojos vivos y azules, hoyuelos en las meji-llas y modales zalameros, e inspiraba la mayor ternura.

Tal era nuestro ambiente familiar, en el cual el dolor y la inquietud no parecían tener cabida. Mi padre dirigía nuestros estudios, y mi madre par-ticipaba de nuestros entretenimientos. Ninguno de nosotros gozaba de más influencia que el otro; la voz de la autoridad no se oía en nuestro hogar, pero nuestro mutuo afecto nos obligaba a obedecer y satisfacer el más mínimo deseo del otro.
































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CAPÍTULO 2








Cuando contaba diecisiete años, mis padres decidieron que fuera a estu-diar a la universidad de Ingolstadt.

Hasta entonces había ido a los colegios de Ginebra, pero mi padre consi-deró conveniente que, para completar mi educación, me familiarizara con las costumbres de otros países. Se fijó mi marcha para una fecha próxima, pero, antes de que llegara el día acordado, sucedió la primera desgracia de mi vida, como si fuera un presagio de mis futuros sufrimientos.

Elizabeth había cogido la escarlatina, pero la enfermedad no era grave y se recuperó con rapidez. Muchas habían sido las razones expuestas para convencer a mi madre de que no la atendiera personalmente, y en un prin-cipio había accedido a nuestros ruegos. Pero, cuando supo que su favorita mejoraba, no quiso seguir privándose de su compañía y comenzó a fre-cuentar su dormitorio mucho antes de que él peligro de infección hubiera pasado. Las consecuencias de esta imprudencia fueron fatales. Mi madre cayó gravemente enferma al tercer día, y el semblante de los que la aten-dían pronosticaba un fatal desenlace. La bondad y grandeza de alma de esta admirable mujer no la abandonaron en su lecho de muerte. Uniendo mis manos y las de Elizabeth dijo:

–Hijos míos, tenía puestas mis mayores esperanzas en la posibilidad de vuestra futura unión. Esta esperanza será ahora el consuelo de vuestro padre. Elizabeth, cariño, debes ocupar mi puesto y cuidar de tus primos pequeños. ¡Ay!, siento dejaros. ¡Qué difícil resulta abandonaros habiendo sido tan feliz y habiendo gozado de tanto cariño! Pero no son éstos los pensamientos que debieran ocuparme. Me esforzaré por resignarme a la muerte con alegría y abrigaré la esperanza de reunirme con vosotros en el más allá.

Murió dulcemente; y su rostro aun en la muerte reflejaba su cariño. No necesito describir los sentimientos de aquellos cuyos lazos más queridos se ven rotos por el más irreparable de los males, el vacío que inunda el alma y la desesperación que embarga el rostro. Pasa tanto tiempo antes de que uno se pueda persuadir de que aquella a quien veíamos cada día, y cuya existencia misma formaba parte de la nuestra, ya no está con nosotros;



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que se ha extinguido la viveza de sus amados ojos y que su voz tan dulce y familiar se ha apagado para siempre. Estos son los pensamientos de los primeros días. Pero la amargura del dolor no comienza hasta que el trans-curso del tiempo demuestra la realidad de la pérdida. ¿Pero a quién no le ha robado esa desconsiderada mano algún ser querido? ¿Por qué, pues, había de describir el dolor que todos han sentido y deberán sentir? Con el tiempo llega el momento en el que el sufrimiento es más una costumbre que una necesidad y, aunque parezca un sacrilegio, y a no se reprime la sonrisa que asoma a los labios.

Mi madre había muerto, pero nosotros aún teníamos obligaciones que cumplir; debíamos continuar nuestro camino junto a los demás y conside-rarnos afortunados mientras quedara a salvo al menos uno de nosotros.

De nuevo se volvió a hablar sobre mi viaje a Ingolstadt, que se había visto aplazado por los acontecimientos.

Obtuve de mi padre algunas semanas de reposo, período que transcurrió tristemente. La muerte de mi madre y mi cercana marcha nos deprimía, pero Elizabeth intentaba reavivar la alegría en nuestro pequeño círculo. Desde la muerte de su tía había adquirido una nueva firmeza y vigor. Se propuso llevar a cabo sus obligaciones con la mayor exactitud, y entendió que su principal misión consistía en hacer felices a su tío y primos. A mí me consolaba, a su tío lo distraía, a mis hermanos los educaba. Nunca la vi tan encantadora como en estos momentos, cuando se desvivía por lograr la felicidad de los demás, olvidándose por completo de sí misma.

Llegó por fin el día de mi marcha. Me había despedido de todos mis amigos menos Clerval, que pasó la última velada con nosotros. Lamentaba profun-damente no acompañarme, pero su padre se resistió a dejarlo partir. Tenía la intención de que su hijo lo ayudara en el negocio, y seguía su teoría favorita de que los estudios resultaban superfluos en la vida diaria. Henry tenía una mente educada; no era su intención permanecer ocioso ni le dis-gustaba ser el socio de su padre, sin embargo creía que se podría ser muy buen negociante y no obstante ser una persona culta.

Estuvimos hasta muy tarde escuchando sus lamentaciones y haciendo múl-tiples pequeños planes para el futuro. Las lágrimas asomaban a los ojos de Elizabeth, lágrimas ante mi partida y ante el pensamiento de que mi marcha debía haberse producido meses antes y acompañada de la bendi-ción de mi madre.

Me dejé caer en la calesa que debía transportarme, y me embargaron los pensamientos más tristes. Yo, que siempre había vivido rodeado de afec-tuosos compañeros, prestos todos a proporcionarnos mutuas alegrías, me


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encontraba ahora solo. En la universidad hacia la que me dirigía debe-ría buscarme mis propios amigos y valerme por mí mismo. Hasta aquel momento mi vida había sido extraordinariamente hogareña y resguar-dada, y esto me había creado una invencible repugnancia hacia los ros-tros desconocidos. Adoraba a mis hermanos, a Elizabeth y a Clerval; sus caras eran «viejas conocidas»; pero me consideraba totalmente incapaz de tratar con extraños. Estos eran mis pensamientos al comenzar el viaje, pero a medida que avanzaba se me fue levantando el ánimo. Deseaba ardientemente adquirir nuevos conocimientos. En casa, a menudo había reflexionado sobre lo penoso de permanecer toda la juventud encerrado en el mismo lugar, y ansiaba descubrir el mundo y ocupar mi puesto entre los demás seres humanos. Ahora se cumplían mis deseos, y no hubiera sido consecuente arrepentirme.

Durante el viaje, que fue largo y fatigoso, tuve tiempo suficiente para pensar en estas y otras muchas cosas.

Por fin apareció el alto campanario blanco de la ciudad. Bajé y me condu-jeron a mi solitaria habitación.

Disponía del resto de la tarde para hacer lo que quisiera.

A la mañana siguiente entregué mis cartas de presentación y visité a los principales profesores, entre otros al señor Krempe, profesor de filosofía natural. Me recibió con mucha educación y me hizo diversas preguntas sobre mi conocimiento de las distintas ramas científicas, relacionadas con la filosofía natural.

Temblando y con cierto miedo, a decir verdad, cité los únicos autores cuyas obras yo había leído al respecto.

El profesor me miró fijamente:

–¿De verdad que ha pasado usted el tiempo estudiando semejantes tonte-rías? me preguntó.

Al responder afirmativamente, el señor Krempe continuó con énfasis:

–Ha malgastado cada minuto invertido en esos libros. Se ha embotado la memoria de teorías rebasadas y nombres inútiles, ¡Dios mío! ¿En qué desierto ha vivido usted que no había nadie lo suficientemente caritativo como para informarle de que esas fantasías que tan concienzudamente ha absorbido tienen va mil años y están tan caducas como anticuadas? No espe-raba encontrarme con un discípulo de Alberto Magno y Paracelso en esta época ilustrada. Mi buen señor, deberá empezar de nuevo sus estudios.

Y diciendo esto, se apartó, me hizo una lista de libros sobre filosofía natu-ral, que me pidió que leyera, y me despidió, comunicándome que a princi-

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pios de la semana próxima comenzaría un seminario sobre filosofía natural y sus implicaciones generales, y que el señor Waldman, un colega suyo, en días alternos a él hablaría de química.

Regresé a casa no del todo disgustado, pues hacía tiempo que yo mismo consideraba inútiles a aquellos autores tan desaprobados por el profesor, si bien no me sentía demasiado inclinado a leer los libros que conseguí bajo su recomendación. El señor Krempe era un hombrecillo fornido, de voz ruda y desagradable aspecto, y por tanto me predisponía poco en favor de su doctrina. Además yo sentía cierto desprecio por la aplicación de la filosofía natural moderna. Era muy distinto cuando los maestros de la cien-cia buscaban la inmortalidad y el poder; tales enfoques, si bien carentes de valor, tenían grandeza; pero ahora el panorama había cambiado. El obje-tivo del investigador parecía limitarse a la aniquilación de las expectativas sobre las cuales se fundaba todo mi interés por la ciencia. Se me pedía que trocara quimeras de infinita grandeza por realidades de escaso valor.

Estos fueron mis pensamientos durante los dos o tres primeros días que pasé en casi completa soledad.

Pero al comenzar la semana siguiente recordé la información que sobre las conferencias me había dado el señor Krempe, y aunque no pensaba escu-char al fatuo hombrecillo pronunciando sentencias desde la cátedra, me vino a la memoria lo que había dicho sobre el señor Waldman, al cual aún no había conocido por hallarse fuera de la ciudad. En parte por curiosidad y en parte por ocio, me dirigí a la sala de conferencias, donde poco después hizo su entrada el señor Waldman. Era muy distinto de su colega. Apa-rentaba tener unos cincuenta años, pero su aspecto demostraba una gran benevolencia. Sus sienes aparecían levemente encanecidas, pero tenía el resto del pelo casi negro. No era alto pero sí erguido, y tenía la voz más dulce que hasta entonces había oído. Empezó su conferencia con un resu-men histórico de la química y los diversos progresos llevados a cabo por los sabios, pronunciando con gran respeto el nombre de los investigadores más relevantes. Pasó entonces a hacer una exposición rápida del estado actual en el que se encontraba la ciencia, y explicó muchos términos elementales. Tras algunos experimentos preparatorios concluyó con un panegírico de la química moderna, en términos que nunca olvidaré.

–Los antiguos maestros de esta ciencia –dijo– prometían cosas imposibles, y no llevaban nada a cabo.

Los científicos modernos prometen muy poco; saben que los metales no se pueden transmutar, y que el elixir de la vida es una ilusión. Pero éstos filóso-fos, cuyas manos parecen hechas sólo para hurgar en la suciedad, y cuyos ojos


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parecen servir tan sólo para escrutar con el microscopio o el crisol, han conse-guido milagros. Conocen hasta las más recónditas intimidades de la natura-leza y demuestran cómo funciona en sus escondrijos. Saben del firmamento, de cómo circula la sangre y de la naturaleza del aire que respiramos.

Poseen nuevos y casi ilimitados poderes; pueden dominar el trueno, imitar terremotos, e incluso parodiar el mundo invisible con su propia sombra.

Me fui contento con el profesor y su conferencia, y lo visité esa misma tarde. Sus modales resultaron en privado aún más atractivos y complacien-tes que en público; pues durante la conferencia su apariencia reflejaba una dignidad, que sustituía en su casa por afecto y amabilidad. Escuchó con atención lo que le conté respecto de mis estudios, sonriendo, pero sin el desdén del señor Krempe, ante los nombres de Cornelius Agrippa y Paracelso. Dijo que «a la entrega infatigable de estos hombres debían los filósofos modernos los cimientos de su sabiduría. Nos habían legado, como tarea más fácil, el dar nuevos nombres y clasificar adecuadamente los datos que en gran medida ellos habían sacado a la luz. El trabajo de los genios, por muy desorientados que estén, siempre suele revertir a la larga en sólidas ventajas para la humanidad». Escuché sus palabras, pronuncia-das sin alarde ni presunción, y añadí que su conferencia había desvanecido los prejuicios que tenía hacia los químicos modernos, a la vez que solicité su consejo acerca de nuevas lecturas.

–Me alegra haber ganado un discípulo –dijo el señor Waldman, y si su apli-cación va pareja a su capacidad, no dudo de que tendrá éxito. La química es la parte de la filosofía natural en la cual se han hecho y se harán mayo-res progresos; precisamente por eso la escogí como dedicación. Pero no por ello he abandonado las otras ramas de la ciencia. Mal químico sería el que se limitara exclusivamente a esa porción del conocimiento humano. Si su deseo es ser un auténtico hombre de ciencia y no un simple experimen-tadorcillo, le aconsejo encarecidamente que se dedique a todas las ramas de la filosofía natural, incluidas las matemáticas.

Me condujo entonces a su laboratorio y me explicó el uso de sus diver-sas máquinas, indicándome lo que debía comprarme. Me prometió que, cuando hubiera progresado lo suficiente en mis estudios como para no deteriorarlo, me permitiría utilizar su propio material. También me dio la lista de libros que le había pedido y seguidamente me marché.

Así concluyó un día memorable para mí, pues había de decidir mi futuro destino.





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CAPÍTULO 3








A partir de este día, la filosofía natural y en especial la química, en el más amplio sentido de la palabra, se convirtieron en casi mi única ocupación. Leí con gran interés las obras que, llenas de sabiduría y erudición, habían escrito los investigadores modernos sobre esas materias. Asistí a las con-ferencias y cultivé la amistad de los hombres de ciencia de la universidad; incluso encontré en el señor Krempe una buena dosis de sentido común y sólida cultura, no menos valiosos por el hecho de ir parejos a unos modales y aspecto repulsivo. En el señor Waldman hallé un verdadero amigo. Jamás el dogmatismo empañó su bondad, e impartía su enseñanza con tal aire de franqueza y amabilidad, que excluía toda idea de pedantería. Quizá fuese el carácter amable de aquel hombre, más que un interés intrínseco por esta ciencia, lo que me inclinaba hacia la rama de la filosofía natural a la cual se dedicaba. Pero este estado de ánimo sólo se dio en las primeras etapas de mi camino hacia el saber, pues cuanto más me adentraba en la ciencia más se convertía en un fin en sí misma. Esa entrega, que en un principio había sido fruto del deber y la voluntad, se fue haciendo tan imperiosa y exigente que con frecuencia los albores del día me encontraban traba-jando aún en mi laboratorio. No es de extrañar, pues, que progresara con rapidez. Mi interés causaba el asombro de los alumnos, y mis adelantos el de los maestros. A menudo el profesor Krempe me preguntaba con sonrisa maliciosa por Cornelius Agrippa, mientras que el señor Waldman expre-saba su más cálido elogio ante mis avances. Así pasaron dos años durante los cuales no volví a Ginebra, pues estaba entregado de lleno al estudio de los descubrimientos que esperaba hacer. Nadie salvo los que lo han expe-rimentado, puede concebir lo fascinante de la ciencia. En otros terrenos, se puede avanzar hasta donde han llegado otros antes, y no pasar de ahí; pero en la investigación científica siempre hay materia por descubrir y de la cual asombrarse.

Cualquier inteligencia normalmente dotada que se dedique con interés a una determinada área, llega sin duda a dominarla con cierta profundi-dad. También yo, que me afanaba por conseguir una meta, y a cuyo fin me dedicaba por completo, progresé con tal rapidez que tras dos años conseguí mejorar algunos instrumentos químicos, lo que me valió gran,



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admiración y respeto en la universidad. Llegado a este punto, y, habiendo aprendido todo lo que sobre la práctica y la teoría de la filosofía natu-ral podían enseñarme los profesores de Ingolstadt, pensé en volver con los míos a mi ciudad, dado que mi permanencia en la universidad ya no conllevaría mayor progreso. Pero se produjo un accidente que detuvo mi marcha.

Uno de los fenómenos que más me atraían era el de la estructura del cuerpo humano y la de cualquier ser vivo. A menudo me preguntaba de dónde ven-dría el principio de la vida. Era una, pregunta osada, ya que siempre se ha considerado un misterio. Sin embargo, ¡cuántas cosas estamos a punto de descubrir si la cobardía y la dejadez no entorpecieran nuestra curiosidad! Reflexionaba mucho sobre todo ello, y había decidido dedicarme preferen-temente a aquellas ramas de la filosofía natural vinculadas a la fisiología. De no haberme visto animado por un entusiasmo casi sobrehumano, esta clase de estudios me hubieran resultado tediosos y casi intolerables. Para examinar los orígenes de la vida debemos primero conocer la muerte.

Me familiaricé con la anatomía, pero esto no era suficiente. Tuve también que observar la descomposición natural y la corrupción del cuerpo humano. Al educarme, mi padre se había esforzado para que no me atemorizaran los horrores sobrenaturales. No recuerdo haber temblado ante relatos de supersticiones o temido la aparición de espíritus. La oscuridad no me afec-taba la imaginación, y los cementerios no eran para mí otra cosa que el lugar donde yacían los cuerpos desprovistos de vida, que tras poseer fuerza y belleza ahora eran pasto de los gusanos. Ahora me veía obligado a inves-tigar el curso y el proceso de esta descomposición y a pasar días y noches en osarios y panteones. Los objetos que más repugnan a la delicadeza de los sentimientos humanos atraían toda mi atención. Vi cómo se marchitaba y acababa por perderse la belleza; cómo la corrupción de la muerte reem-plazaba la mejilla encendida; cómo los prodigios del ojo y del cerebro eran la herencia del gusano. Me detuve a examinar v analizar todas las minucias que componen el origen, demostradas en la transformación de lo vivo en lo muerto y de lo muerto en lo vivo. De pronto, una luz surgió de entre estas tinieblas; una luz tan brillante y asombrosa, y a la vez tan sencilla, que, si bien me cegaba con las perspectivas que abría, me sorprendió que fuera yo, de entre todos los genios que habían dedicado sus esfuerzos a la misma ciencia, el destinado a descubrir tan extraordinario secreto.

Recuerde que no narro las fantasías de un iluminado; lo que digo es tan cierto como que el sol brilla en el cielo. Quizá algún milagro hubiera podido producir esto, mas las etapas de mi investigación eran claras y verosímiles. Tras noches y días de increíble labor y fatiga, conseguí descubrir el origen


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de la generación y la vida; es más, yo mismo estaba capacitado para infun-dir vida en la materia inerte.

La estupefacción que en un principio experimenté ante el descubrimiento pronto dio paso al entusiasmo y al arrebato. El alcanzar de repente la cima de mis aspiraciones, tras tanto tiempo de arduo trabajo, era la recompensa más satisfactoria. Pero el descubrimiento era tan inmenso y sobrecogedor, que olvidé todos los pasos que progresivamente me habían ido llevando a él, para ver sólo el resultado final. Lo que desde la creación del mundo había sido motivo de afanes y desvelos por parte de los sabios se hallaba ahora en mis manos. No es que se me revelara todo de golpe, como si de un juego de magia se tratara. Los datos que había obtenido no eran la meta final; más bien tenían la propiedad de, bien dirigidos, poder encaminar mis esfuerzos hacia la consecución de mi objetivo. Me sentía como el árabe que enterrado junto a los muertos encontró un pasadizo por el cual volver al mundo, sin más ayuda que una luz mortecina y apenas suficiente.

Amigo mío, veo por su interés, y por el asombro y expectativa que reflejan sus ojos, que espera que le comunique el secreto que poseo; mas no puede ser: escuche con paciencia mi historia hasta el final y comprenderá enton-ces mi discreción al respecto. No seré yo quien, encontrándose usted en el mismo estado de entusiasmo y candidez en el que yo estaba entonces, le conduzca a la destrucción y a la desgracia. Aprenda de mí, si no por mis advertencias, sí al menos por mi ejemplo, lo peligroso de adquirir conoci-mientos; aprenda cuánto más feliz es el hombre que considera su ciudad natal el centro del universo, que aquel que aspira a una mayor grandeza de la que le permite su naturaleza.

Cuando me encontré con este asombroso poder entre mis manos, dudé mucho tiempo en cuanto a la manera de utilizarlo. A pesar de que poseía la capacidad de infundir vida, el preparar un organismo para recibirla, con las complejidades de nervios, músculos y venas que ello entraña, seguía siendo una labor terriblemente ardua y difícil. En un principio no sabía bien si intentar crear un ser semejante a mí o uno de funcionamiento más simple; pero estaba demasiado embriagado con mi primer éxito como para que la imaginación me permitiera dudar de mi capacidad para infundir vida a un animal tan maravilloso y complejo como el hombre. Los materia-les con los que de momento contaba apenas si parecían adecuados para empresa tan difícil, pero tenía la certeza de un éxito final. Me preparé para múltiples contratiempos; mis tentativas podrían frustrarse, y mi labor resul-tar finalmente imperfecta. Sin embargo, me animaba cuando consideraba los progresos que día a día se llevan a cabo en las ciencias y la mecánica; pensando que mis experimentos al menos servirían de base para futuros


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éxitos. Tampoco podía tomar la amplitud y complejidad de mi proyecto como argumento para no intentarlo siquiera. Imbuido de estos sentimien-tos, comencé la creación de un ser humano. Dado que la pequeñez de los órganos suponía un obstáculo para la rapidez, decidí, en contra de mi primera decisión, hacer una criatura de dimensiones gigantescas; es decir, de unos ocho pies de estatura y correctamente proporcionada. Tras esta decisión, pasé algunos meses recogiendo y preparando los materiales, y empecé.

Nadie puede concebir la variedad de sentimientos que, en el primer entu-siasmo por el éxito, me espoleaban como un huracán. La vida y la muerte me parecían fronteras imaginarias que yo rompería el primero, con el fin de desparramar después un torrente de luz por nuestro tenebroso mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos seres felices y maravillosos me deberían su existencia. Ningún padre podía reclamar tan completamente la gratitud de sus hijos como yo merecería la de éstos. Pro-siguiendo estas reflexiones, pensé que, si podía infundir vida a la materia inerte, quizá, con el tiempo (aunque ahora lo creyera imposible), pudiese devolver la vida a aquellos cuerpos que, aparentemente, la muerte había entregado a la corrupción.

Estos pensamientos me animaban, mientras proseguía mi trabajo con infa-tigable entusiasmo. El estudio había empalidecido mi rostro, y el constante encierro me había demacrado. A veces fracasaba al borde mismo del éxito, pero seguía aferrado a la esperanza que podía convertirse en realidad al día o a la hora siguiente. El secreto del cual yo era el único poseedor era la ilusión a la que había consagrado mi vida. La luna iluminaba mis esfuer-zos nocturnos mientras yo, con infatigable y apasionado ardor, perseguía a la naturaleza hasta sus más íntimos arcanos. ¿Quién puede concebir los horrores de mi encubierta tarea, hurgando en la húmeda oscuridad de las tumbas o atormentando a algún animal vivo para intentar animar el barro inerte? Ahora me tiemblan los miembros con sólo recordarlo; entonces me espoleaba un impulso irresistible y casi frenético. Parecía haber perdido el sentimiento y sentido de todo, salvo de mi objetivo final. No fue más que un período de tránsito, que incluso agudizó mi sensibilidad cuando, al dejar de operar el estímulo innatural, hube vuelto a mis antiguas cos-tumbres. Recogía huesos de los osarios, y violaba, con dedos sacrílegos, los tremendos secretos de la naturaleza humana. Había instalado mi taller de inmunda creación en un cuarto solitario, o mejor dicho, en una celda, en la parte más alta de la casa, separada de las restantes habitaciones por una galería y un tramo de escaleras. Los ojos casi se me salían de las órbitas de tanto observar los detalles de mi labor. La mayor, parte de los materia-



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les me los proporcionaban la sala de disección, y el matadero. A menudo me sentía asqueado con mi trabajo; pero, impelido por una incitación que aumentaba constantemente, iba ultimando mi tarea.

Transcurrió el verano mientras yo seguía entregado a mi objetivo en cuerpo y alma. Fue un verano hermosísimo; jamás habían producido los campos cosecha más abundante ni las cepas, mayor vendimia; pero yo estaba ciego a los encantos de la naturaleza. Los mismos sentimientos que me hicie-ron insensible a lo que me rodeaba me hicieron olvidar aquellos amigos, a tantas, millas de mí, a quienes no había visto en mucho tiempo. Sabía que mi silencio les inquietaba, y recordaba claramente las palabras de mi padre:

«Mientras estés contento de ti mismo, sé que pensarás en nosotros con afecto, y sabremos de ti. Me disculparás si tomo cualquier interrupción en tu correspondencia como señal de que también estás abandonando el resto de tus obligaciones.»

Por tanto, sabía muy bien lo que mi padre debía sentir; pero me resultaba imposible apartar mis pensamientos de la odiosa labor que se había afe-rrado tan irresistiblemente a mi mente. Deseaba, por así decirlo, dejar a un lado todo lo relacionado con mis sentimientos de cariño hasta alcanzar el gran objetivo que había anulado todas mis anteriores costumbres.

Entonces pensé que mi padre no sería justo si achacaba mi negligencia a vicio o incorrección por mi parte; pero ahora sé que él estaba en lo cierto al no creerme del todo inocente. El ser humano perfecto debe conservar siempre la calma y la paz de espíritu y no permitir jamás que la pasión o el deseo fugaz turben su tranquilidad. No creo que la búsqueda del saber sea una excepción. Si el estudio al que te consagras tiende a debilitar tu afecto y a destruir esos placeres sencillos en los cuales no debe interve-nir aleación alguna, entonces ese estudio es inevitablemente negativo, es decir, impropio de la mente humana. Si se acatara siempre esta regla, si nadie permitiera que nada en absoluto empañara su felicidad doméstica, Grecia no se habría esclavizado, César habría protegido a su país, América se habría descubierto más pausadamente y no se hubieran destruido los imperios de México y Perú.

Pero olvido que estoy divagando en el punto más interesante de mi relato, y su mirada me recuerda que debo continuar.

Mi padre no me reprochaba nada en sus cartas. Su manera de hacerme ver que reparaba en mi silencio era preguntándome con mayor insistencia por mis ocupaciones. El invierno, primavera y verano pasaron mientras yo con-tinuaba mis tareas, pero tan absorto estaba que no vi romper los capullos


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o crecer las hojas, escenas que otrora me habían llenado de alegría. Aquel año las hojas se habían ya marchitado cuando mi trabajo empezaba a tocar su fin, y cada día traía con mayor claridad nuevas muestras de mi éxito. Pero la ansiedad reprimía mi entusiasmo, y más que un artista dedicado a su entretenimiento preferido tenía el aspecto de un condenado a trabajos forzados en las minas o cualquier otra ocupación insana. Cada noche tenía accesos de fiebre y me volví muy nervioso, lo que me incomodaba, ya que siempre había disfrutado de excelente salud y había alardeado de dominio de mí mismo. Pero pensé que el ejercicio y la diversión pronto acabarían con los síntomas, y me prometí disfrutar de ambos en cuanto hubiera com-pletado mi creación.














































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CAPÍTULO 4








Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mí alrededor los instru-mentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.

¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engen-dro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por hermo-sos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que resaltar el horri-ble contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.

Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigable-mente con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte.

Para ello me había privado de descanso y de salud. Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnan-cia y el horror me embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que había creado, salí precipitadamente de la estancia. Ya en mi dormitorio, paseé por la habitación sin lograr conciliar el sueño. Finalmente, el can-sancio se impuso a mi agitación, y vestido me eché sobre la cama en el intento de encontrar algunos momentos de olvido. Mas fue en vano; pude dormir, pero tuve horribles pesadillas. Veía a Elizabeth, rebosante de salud, paseando por las calles de Ingolstadt. Con sorpresa y alegría la abrazaba, pero en cuanto mis labios rozaron los suyos, empalidecieron con el tinte de la muerte; sus rasgos parecieron cambiar, y tuve la sensación de sostener entre mis brazos el cadáver de mi madre; un sudario la envolvía, y vi cómo


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los gusanos reptaban entre los dobleces de la tela. Me desperté horrori-zado; un sudor frío me bañaba la frente, me castañeteaban los dientes y movimientos convulsivos me sacudían los miembros. A la pálida y ama-rillenta luz de la luna que se filtraba por entre las contraventanas, vi al engendro, al monstruo miserable que había creado. Tenía levantada la cortina de la cama, y sus ojos, si así podían llamarse, me miraban fijamente. Entreabrió la mandíbula y murmuró unos sonidos ininteligibles, a la vez que una mueca arrugaba sus mejillas. Puede que hablara, pero no lo oí. Tendía hacia mí una mano, como si intentara detenerme, pero esquiván-dola me precipité escaleras abajo. Me refugié en el patio de la casa, donde permanecí el resto de la noche, paseando arriba y abajo, profundamente agitado, escuchando con atención, temiendo cada ruido como si fuera a anunciarme la llegada del cadáver demoníaco al que tan fatalmente había dado vida.

¡Ay!, Ningún mortal podría soportar el horror que inspiraba aquel rostro. Ni una momia reanimada podría ser tan espantosa como aquel engen-dro. Lo había observado cuando aún estaba incompleto, y ya entonces era repugnante; pero cuando sus músculos y articulaciones tuvieron movimiento, se convirtió en algo que ni siquiera Dante hubiera podido concebir.

Pasé una noche terrible. A veces, el corazón me latía con tanta fuerza y rapidez que notaba las palpitaciones de cada arteria, otras casi me caía al suelo de pura debilidad y cansancio. Junto a este horror, sentía la amar-gura de la desilusión. Los sueños que; durante tanto tiempo habían consti-tuido mi sustento y descanso se me convertían ahora en un infierno; ¡y el cambio era tan brusco, tan total!

Por fin llegó el amanecer, gris y lluvioso, e iluminó ante mis agotados y doloridos ojos la iglesia de Ingolstadt, el blanco campanario y el reloj, que marcaba las seis. El portero abrió las verjas del patio, que había sido mi asilo aquella noche, y salí fuera cruzando las calles con paso rápido, como si quisiera evitar al monstruo que temía ver aparecer al doblar cada esquina. No me atrevía a volver a mi habitación; me sentía empujado a seguir ade-lante pese a que me empapaba la lluvia que, a raudales, enviaba un cielo oscuro e inhóspito.

Seguí caminando así largo tiempo, intentando aliviar con el ejercicio el peso que oprimía mi espíritu. Recorrí las calles, sin conciencia clara de dónde estaba o de lo que hacía. El corazón me palpitaba con la angustia del temor, pero continuaba andando con paso inseguro, sin osar mirar hacia atrás:





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Como alguien que, en un solitario camino, Avanza con miedo y terror,

Y habiéndose vuelto una vez, continúa, Sin volver la cabeza ya más,

Porque sabe que cerca, detrás, Tiene a un terrible enemigo.

Así llegué por fin al albergue donde solían detenerse las diligencias y carruajes. Aquí me detuve, sin saber por qué, y permanecí un rato contem-plando cómo se acercaba un vehículo desde el final de la calle.

Cuando estuvo más cerca vi que era una diligencia suiza. Paró delante de mí y al abrirse la puerta reconocí a Henry Clerval, que, al verme, bajó ense-guida.

–Mi querido Frankenstein –gritó–. ¡Qué alegría! ¡Qué suerte que estuvie-ras aquí justamente ahora!

Nada podría igualar mi gozo al verlo. Su presencia traía recuerdos de mi padre, de Elizabeth y de esas escenas hogareñas tan queridas. Le estreché la mano y al instante olvidé mi horror y mi desgracia. Repentinamente, y por primera vez en muchos meses, sentí que una serena y tranquila felici-dad me embargaba.

Recibí, por tanto, a mi amigo de la manera más cordial, y nos encamina-mos hacia la universidad. Clerval me habló durante algún rato de amigos comunes y de lo contento que estaba de que le hubieran permitido venir a Ingolstadt.

Puedes suponer lo difícil que me fue convencer a mi padre de que no es absolutamente imprescindible para un negociante el no saber nada más que contabilidad. En realidad, creo que aún tiene sus dudas, pues su eterna respuesta a mis incesantes súplicas era la misma que la del profesor holan-dés de El Vicario de Wakefield: «Gano diez mil florines anuales sin saber griego, y como muy bien sin saber griego».

–Me hace muy feliz volver a verte, pero dime cómo están mis padres, mis hermanos y Elizabeth.

–Bien, y contentos; aunque algo inquietos por la falta de noticias tuyas. Por cierto, que yo mismo pienso sermonearte un poco. Pero, querido Frankens-tein continuó, deteniéndose de pronto y mirándome fijamen te–, no me había dado cuenta de tu mal aspecto. Pareces enfermo; ¡estás muy pálido y delgado! Como si llevaras varias noches en vela.

–Estás en lo cierto. He estado tan ocupado últimamente que, como ves, no he podido descansar lo suficiente.


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Pero espero sinceramente que mis tareas hayan concluido y pueda estar ya más libre.

Temblaba; era incapaz de pensar, y mucho menos de referirme a los suce-sos de la noche pasada. Apresuré el paso, y pronto llegamos a la universi-dad. Pensé entonces, y esto me hizo estremecer, que la criatura que había dejado en mi habitación aún podía encontrarse allí viva, y en libertad. Temía ver a este monstruo, pero me horrorizaba aún más que Henry lo descubriera. Le rogué, por tanto, que esperara unos minutos al pie de la escalera, y subí a mi cuarto corriendo. Con la mano ya en el picaporte me detuve unos instantes para sobreponerme. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Abrí la puerta de par en par, como suelen hacer los niños cuando esperan encontrar un fantasma esperándolos; pero no ocurrió nada. Entré temerosamente:

la habitación estaba vacía. Mi dormitorio también se encontraba libre de su horrendo huésped. Apenas si podía creer semejante suerte. Cuando me hube asegurado de que mi enemigo ciertamente había huido, bajé corriendo en busca de Clerval, dando saltos de alegría.

Subimos a mi cuarto, y el criado enseguida nos sirvió el desayuno; pero me costaba dominarme. No era júbilo lo único que me embargaba. Sentía que un hormigueo de aguda sensibilidad me recorría todo el cuerpo, y el pecho me latía fuertemente. Me resultaba imposible permanecer quieto; saltaba por encima de las sillas, daba palmas y me reía a carcajadas. En un principio Clerval atribuyó esta insólita alegría a su llegada. Pero al observarme con mayor detención, percibió una inexplicable exaltación en mis ojos. Sor-prendido y asustado ante mi alboroto irrefrenado y casi cruel, me dijo:

–¡Dios Santo!, ¿Víctor, qué te sucede? No te rías así. Estás enfermo. ¿Qué significa todo esto?

–No me lo preguntes le grité, tapándome los ojos con las manos, pues creí ver al aborrecido espectro deslizándose en el cuarto–. El te lo puede decir. ¡Sálvame! ¡Sálvame!

Me pareció que el monstruo me asía; luché violentamente, y caí al suelo con un ataque de nervios.

¡Pobre Clerval! ¿Qué debió pensar? El reencuentro, que esperaba con tanto placer, se tornaba de pronto en amargura. Pero yo no fui testigo de su dolor; estaba inconsciente, y no recobré el conocimiento hasta mucho más tarde.

Fue éste el principio de una fiebre nerviosa que me obligó a permanecer varios meses en cama. Durante todo ese tiempo, sólo Henry me cuidó. Supe después que, debido a la avanzada edad de mi padre, lo impropio de un


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viaje tan largo y lo mucho que mi enfermedad afectaría a Elizabeth, Cler-val les había ahorrado este pesar ocultándoles la gravedad de mi estado. Sabía que nadie me cuidaría con más cariño y desvelo que él, y convencido de mi mejoría no dudaba de que, lejos de obrar mal, realizaba para con ellos la acción más bondadosa.

Pero mi enfermedad era muy grave, y sólo los constantes e ilimitados cui-dados de mi amigo me devolvieron la vida. Tenía siempre ante los ojos la imagen del monstruo al que había dotado de vida, y deliraba constante-mente sobre él. Sin duda, mis palabras sorprendieron a Henry. En un princi-pio, las tomó por divagaciones de mi mente trastornada; pero la insistencia con que recurría al mismo tema le convenció de que mi enfermedad se debía a algún suceso insólito y terrible.

Muy poco a poco, y con numerosas recaídas que inquietaban y apenaban a mi amigo, me repuse. Recuerdo que la primera vez que con un atisbo de placer me pude fijar en los objetos a mí alrededor, observé que habían des-aparecido las hojas muertas, y tiernos brotes cubrían los árboles que daban sombra a mi ventana.

Fue una primavera deliciosa, y la estación contribuyó mucho a mi mejoría. Sentí renacer en mí sentimientos de afecto y alegría; desapareció mi pesa-dumbre, y pronto recuperé la animación que tenía antes de sucumbir a mi horrible obsesión.

Querido Clerval –exclamé un día–, ¡qué bueno eres conmigo! En vez de dedicar el invierno al estudio, como habías planeado, lo has pasado junto a mi lecho. ¿Cómo podré pagarte esto jamás? Siento el mayor remordimiento por los trastornos que te he causado. Pero ¿me perdonarás, verdad?

Me consideraré bien pagado si dejas de atormentarte y te recuperas rápida-mente, y puesto que te veo tan mejorado, ¿me permitirás una pregunta?

Temblé. ¡Una pregunta! ¿Cuál sería? ¿Se referiría acaso a aquello en lo que no me atrevía ni a pensar?

–Tranquilízate –dijo Clerval al observar que mi rostro cambiaba de color–, no lo mencionaré si ha de inquietarte, pero tu padre y tu prima se sentirían muy felices si recibieran una carta de tu puño y letra. Apenas saben de tu gravedad, y tu largo silencio les desasosiega.

–¿Nada más, querido Henry? ¿Cómo pudiste suponer que mis primeros pen-samientos no fueran para aquellos seres tan queridos y que tanto merecen mi amor?

–Siendo esto así, querido amigo, quizá té alegre leer esta carta que lleva aquí unos días. Creo que es de tu prima.


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CAPÍTULO 5








Clerval me puso entonces la siguiente carta entre las manos.


A V. Frankenstein


Mi querido primo:

No pueda describirte la inquietud que hemos sentido por tu salud.

No podemos evitar pensar que tu amigo Clerval nos oculta la magnitud de tu enfermedad, pues hace ya varios meses que no vemos tu propia letra. Todo este tiempo te has visto obligado a dictarle las cartas a Henry, lo cual indica, Víctor, que debes haber estado muy enfermo. Esto nos entristece casi tanto como la muerte de tu querida madre. Tan convencido estaba mi tío de tu gravedad, que nos costó mucho disuadirlo de su idea de viajar a Ingols-tadt. Clerval nos asegura constantemente que mejoras; espero sinceramente que pronto nos demuestres lo cierto de esta afirmación mediante una carta de tu puño y letra, pues nos tienes a todos, Víctor, muy preocupados. Tranqui-lízanos a este respecto, y seremos los seres más dichosos del mundo. Tu padre está tan bien de salud, que parece haber rejuvenecido diez años desde el invierno pasado. Ernest ha cambiado tanto que apenas lo conocerías; va a cumplir los dieciséis y ha perdido el aspecto enfermizo que tenía hace algunos años; tiene una vitalidad desbordante.

Mi tío y yo hablamos durante largo rato anoche acerca de la profesión que Ernest debía elegir. Las continuas enfer-medades de su niñez le han impedido crear hábitos de estu-dio. Ahora que goda de buena salud, suele pasar el día al aire libre, escalando montañas o remando en el lago. Yo sugiero que se haga granjero; ya sabes, primo, que esto ha



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sido un sueño que siempre ha acariciado. La vida del gran-jero es sana y feliz y es la profesión menos dañina, mejor dicho, más beneficiosa de todas. Mi tío pensaba en la abo-gacía para que, con su influencia, pudiera luego hacerse juez. Pero, aparte de que no está capacitado para ello en absoluto, creo que es más honroso cultivar la tierra para sustento de la humanidad que ser el confidente e incluso el cómplice de sus vicios, que es la tarea del abogado. De que la labor de un granjero próspero, si no más honrosa, sí al menos era más grata que la de un juez, cuya triste suerte es la de andar siempre inmiscuido en la parte más sórdida de la naturaleza humana. Ante esto, mi tío esbozó una son-risa, comentando que yo era la que debía ser abogado, lo que puso fin a la conversación.

Y ahora te contaré una pequeña historia que te gus-tará e incluso quizá te entretenga un rato. ¿Te acuerdas de Justine Moritz? Probablemente no, así que te resumiré su vida en pocas palabras. Su madre, la señora Moritz se quedó viuda con cuatro hijos, de los cuales Justine era la tercera. Había sido siempre la preferida de su padre, pero, incom-prensiblemente, su madre la aborrecía y, tras la muerte del señor Moritz, la maltrataba. Mi tía, tu madre, se dio cuenta, y cuando Justine tuvo doce años convenció a su madre para que la dejara vivir con nosotros. Las instituciones republica-nas de nuestro país han permitido costumbres más sencillas y felices que las que suelen imperar en las grandes monar-quías que lo circundan.

Por ende hay menos diferencias entre las distintas clases sociales de sus habitantes, y los miembros de las más humildes, al no ser ni tan pobres ni estar tan despreciados, tienen modales más refinados y morales.

Un criado en Ginebra no es igual que un criado en Francia o Inglaterra. Así pues, en nuestra familia Justine aprendió las obligaciones de una sirvienta, condición que en nuestro afortunado país no conlleva la ignorancia ni el sacrificar la dignidad del ser humano.

Después de recordarte esto supongo que adivinarás quién es la heroína de mi pequeña historia, porque tú apre-ciabas mucho a Justine. Incluso me acuerdo que una vez comentaste que cuando estabas de mal humor se te pasaba


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con que Justine te mirase, por la misma razón que esgrime Ariosto al hablar de la hermosura de Angélica: desprendía alegría y franquea. Mi tía se encariñó mucho con ella, lo cual la indujo a darle una educación más esmerada de lo que en principio pensaba. Esto se vio pronto recompen-sado; la pequeña Justine era la criatura más agradecida del mundo. No quiero decir que lo manifestara abiertamente, jamás la oí expresar su gratitud, pero sus ojos delataban la adoración que sentía por su protectora.

Aunque era de carácter juguetón e incluso en oca-siones distraída, estaba pendiente del menor gesto de mi tía, que era para ella modelo de perfección. Se esforzaba por imitar sus ademanes y manera de hablar, de forma que incluso ahora a menudo me la recuerda.

Cuando murió mi querida tía, todos estábamos dema-siado llenos de nuestro propio dolor para reparar en la pobre Justine, que a lo largo de su enfermedad la había atendido con el más solícito afecto. La pobre Justine estaba muy enferma, pero la aguardaban otras muchas pruebas.

Uno tras otro, murieron sus hermanos y hermanas, y su madre se quedó sin más hijos que aquella a la que había desatendido desde pequeña. La mujer sintió remordimiento y empezó a pensar que la muerte de sus preferidos era el castigo que por su parcialidad le enviaba el cielo. Era cató-lica, y creo que su confesor coincidía con ella en esa idea. Tanto es así que, a los pocos meses de partir tú hacia Ingols-tadt, la arrepentida madre de Justine la hizo volver a su casa. ¡Pobrecilla! ¡Cómo lloraba al abandonar nuestra casa! Estaba muy cambiada desde la muerte de mi tía; la pena le había dado una dulzura y seductora docilidad que contras-taban con la tremenda vivacidad de antaño. Tampoco era la casa de su madre el lugar más adecuado para que recu-perara su alegría. La pobre mujer era muy titubeante en su arrepenti miento. A veces le suplicaba a Justine que perdo-nara su maldad, pero con mayor frecuencia la culpaba de la muerte de sus hermanos y hermana. La obsesión constante acabó enfermando a la señora Moritz, lo cual agravó su irascibilidad. Ahora ya descansa en paz. Murió a principios de este invierno, al llegar los primeros fríos. Justine está de nuevo con nosotros, , y te aseguro que la amo tiernamente.


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Es muy inteligente y dulce, y muy bonita. Como te dije antes, sus gestos y expresión me recuerdan con frecuencia a mi querida tía.

También quiero contarte algo, querido primo, del pequeño William. Me gustaría que lo vieras. Es muy alto para su edad; tiene los ojos azules, dulces y sonrientes, las pestañas oscuras y el pelo rizado. Cuando se ríe, le aparecen dos hoyuelos en las mejillas sonrosadas. Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita, una bonita criatura de cinco años.

Y ahora, querido Víctor, supongo que te gustarán algunos cotilleos sobre las buenas gentes de Ginebra.

La agraciada señorita Mansfield ya ha recibido varias visitas de felicitación por su próximo enlace con un joven inglés, John Melbourne. Su fea hermana, Manon, se casó el otoño pasado con el señor Duvillard, el rico banquero. A tu compañero predilecto de colegio, Louis Manoir, le han acaecido varios infortunios desde que Clerval salió de Gine-bra. Pero ya se ha recuperado, y se dice que está apunto de casarse con madame Tavarnier, una joven francesa muy animada. Es viuda y mucho mayor que Manoir; pero es muy admirada y agrada a todos.

Escribiéndote me he animado mucho, querido primo. Pero no puedo terminar sin volver a preguntarte por tu salud. Querido Víctor, si no estás muy enfermo, escribe tú mismo y hagamos felices a tu padre y a todos los demás. Si no..., lloro sólo de pensar en la otra posibilidad. Adiós mi queridísimo primo.

Elizabeth Lavenza Ginebra, 18 de marzo de 17...



–Querida, queridísima Elizabeth exclamé al terminar su carta–, escribiré de inmediato para aliviar la ansiedad que deben sentir.

Escribí, pero me fatigué mucho. Sin embargo, había comenzado mi conva-lecencia y mejoraba con rapidez.

Al cabo de dos semanas pude abandonar mi habitación.


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Una de mis primeras obligaciones tras mi recuperación era presentar a Cler-val a los distintos profesores de la universidad. Al hacerlo, pasé muy malos ratos, poco convenientes a las heridas que había sufrido mi mente. Desde aquella noche fatídica, final de mi labor y principio de mis desgracias, sentía un violento rechazo por el mero nombre de filosofía natural. Incluso cuando me hube restablecido por completo, la sola visión de un instrumento quí-mico reavivaba mis síntomas nerviosos. Henry lo había notado, y retiró todos los aparatos. Cambió el aspecto de mi habitación, pues observó que sentía repugnancia por el cuarto que había sido mi laboratorio. Pero estos cuidados de Clerval no sirvieron de nada cuando visité a mis profesores.

El señor Waldman me hirió aceradamente al alabar, con ardor y amabi-lidad, los asombrosos adelantos que había hecho en las ciencias. Pronto observó que me disgustaba el tema, pero, desconociendo la verdadera razón, lo atribuyó a mi modestia y pasó de mis progresos a centrarse en la ciencia misma, con la intención de interesarme. ¿Qué podía yo hacer? Con su afán de ayudarme, sólo me atormentaba. Era como si hubiera colocado ante mí, uno a uno y con mucho cuidado, aquellos instrumentos que pos-teriormente se utilizarían para proporcionarme una muerte lenta y cruel. Me torturaban sus palabras, mas no osaba manifestar el dolor que sentía. Clerval, cuyos ojos y sensibilidad estaban siempre prontos para intuir las sensaciones de los demás, desvió el tema, alegando como excusa su abso-luta ignorancia, y la conversación tomó un rumbo más general. De corazón le agradecí esto a mi amigo, pero no tomé parte en la charla. Vi claramente que estaba sorprendido, pero nunca trató de extraerme el secreto. Aunque lo quería con una mezcla de afecto y respeto ilimitados, no me atrevía a confesarle aquello que tan a menudo me volvía a la memoria, pues temía que, al revelárselo a otro, se me grabaría todavía más.

El señor Krempe no fue tan delicado. En el estado de hipersensibilidad en el que estaba, sus alabanzas claras y rudas me hicieron más que la benévola aprobación del señor Waldman.

¡Maldito chico! exclamó–. Le aseguro, señor Clerval, que nos ha superado a todos. Piense lo que quiera, pero así es. Este chiquillo, que hace poco creía en Cornelius Agrippa como en los evangelios, se ha puesto a la cabeza de la universidad. Y si no lo echamos pronto, nos dejará en ridículo a todos...

¡Vaya, vaya!– continuó al observar el sufrimiento que reflejaba mi rostro–, el señor Frankenstein es modesto, excelente virtud en un joven. Todos los jóvenes debieran desconfiar de sí mismos, ¿no cree, señor Clerval? A mí, de muchacho, me ocurría, pero eso pronto se pasa.

El señor Krempe se lanzó entonces a un elogio de su persona, lo que feliz-mente desvió la conversación del tema que tanto me desagradaba.


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Clerval no era un científico vocacional. Tenía una imaginación demasiado viva para aguantar la minuciosidad que requieren las ciencias. Le intere-saban las lenguas, y pensaba adquirir en la universidad la base elemental que le permitiera continuar sus estudios por su cuenta una vez volviera a Ginebra. Tras dominar el griego y el latín perfectamente, el persa, árabe y hebreo atrajeron su atención. A mí, personalmente, siempre me había disgustado la inactividad; y ahora que quería escapar de mis recuerdos y odiaba mi anterior dedicación me confortaba el compartir con mi amigo sus estudios, encontrando no sólo formación sino consuelo en los trabajos de los orientalistas. Su melancolía es relajante, y su alegría anima hasta puntos nunca antes experimentados al estudiar autores de otros países. En sus escritos la vida parece hecha de cálido sol y jardines de rosas, de sonri-sas y censuras de una dulce enemiga y del fuego que consume el corazón. ¡Qué distinto de la poesía heroica y viril de Grecia y Roma!

Así se me pasó el verano, y fijé mi regreso a Ginebra para finales de otoño. Varios incidentes me detuvieron.

Llegó el invierno, y con él la nieve, que hizo inaccesibles las carreteras y retrasé mi viaje hasta la primavera.

Sentí mucho esta demora, pues ardía en deseos de volver a mi ciudad natal y a mis seres queridos.

Mi retraso obedecía a cierto reparo por mi parte por dejar a Clerval en un lugar desconocido para él, antes de que se hubiera relacionado con alguien. No obstante, pasamos el invierno agradablemente, y cuando llegó la primavera, si bien tardía, compensó su tardanza con su esplendor.

Entrado mayo, y cuando a diario esperaba la carta que fijaría el día de mi partida, Henry propuso una excursión a pie por los alrededores de Ingols-tadt, con el fin de que me despidiera del lugar en el cual había pasado tanto tiempo. Acepté con gusto su sugerencia. Me gustaba el ejercicio, y Clerval había sido siempre mi compañero preferido en este tipo de paseos, que acostumbrábamos a dar en mi ciudad natal.

La excursión duró quince días. Hacía tiempo que había recobrado el ánimo y la salud, y ambas se vieron reforzadas por el aire sano, los incidentes normales del camino y la animación de mi amigo. Los estudios me habían alejado de mis compañeros y me había ido convirtiendo en un ser insocia-ble, pero Clerval supo hacer renacer en mí mis mejores sentimientos. De nuevo me inculcó el amor por la naturaleza y por los alegres rostros de los niños. ¡Qué gran amigo! Cuán sinceramente me amaba y se esforzaba por elevar mi espíritu hasta el nivel del suyo. Un objetivo egoísta me había disminuido y empequeñecido hasta que su bondad y cariño reavivaron mis


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sentidos. Volví a ser la misma criatura feliz que, unos años atrás, amando a todos y querido por todos, no conocía ni el dolor ni la preocupación. Cuando me sentía contento, la naturaleza tenía la virtud de proporcio-narme las más exquisitas sensaciones. Un cielo apacible y verdes prados me llenaban de emoción. Aquella primavera fue verdaderamente hermosa; las flores de primavera brotaban en los campos anunciando las del verano que empezaban ya a despuntar. No me importunaban los pensamientos que, a pesar de mis intentos, me habían oprimido el año anterior con un peso invencible.

Henry disfrutaba con mi alegría y compartía mis sentimientos. Se esforzaba por distraerme mientras me comunicaba sus impresiones. En esta ocasión, sus recursos fueron verdaderamente asombrosos; su conversación era ani-madísima y a menudo inventaba cuentos de una fantasía y pasión mara-villosas, imitando los de los escritores árabes y persas. Otras veces repetía mis poemas favoritos, o me inducía a temas polémicos argumentando con ingenio.

Regresamos a la universidad un domingo por la noche. Los campesinos bai-laban y las gentes con las que nos cruzábamos parecían contentas y felices. Yo mismo me sentía muy animado y caminaba con paso jovial, lleno de desenfado y júbilo.
































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CAPÍTULO 6








De vuelta, encontré la siguiente carta de mi padre:


A V. Frankenstein Mi querido Víctor:
Con impaciencia debes haber aguardado la carta que fiara tu regreso a casa; tentado estuve en un principio de mandarte sólo unas líneas con el día en que debíamos esperarte. Pero hubiera sido un acto de cruel caridad, y no me atreví a hacerlo. Cuál no hubiera sido tu sorpresa, hijo mío, cuando, esperando una feliz y dichosa bienvenida, te encontraras por el contrario con el llanto y el sufrimiento. ¿Cómo podré, hijo, explicarte nuestra desgracia? La ausen-cia no puede haberte hecho indiferente a nuestras penas y alegrías, y ¿cómo puedo yo infligir daño a un hijo ausente? Quisiera prepararte para la dolorosa noticia, pero sé que es imposible. Sé que tus ojos se saltan las líneas buscando las palabras que te revelarán las horribles nuevas.

¡William ha muerto! Aquella dulce criatura cuyas son-risas caldeaban y llenaban de gozo mi corazón, aquella criatura tan cariñosa y a la par tan alegre, Víctor, ha sido asesinada.

No intentaré consolarte. Sólo te contaré las circuns-tancias de la tragedia.

El jueves pasado. (7 de mayo yo, mi sobrina y tus dos hermanos fuimos a Plainpalais a dar un paseo. La tarde era cálida y apacible, y nos tardamos algo más que de costum-bre. Ya anochecía cuando pensamos en volver. Entonces nos dimos cuenta de que William y Ernest, que iban delante, habían desaparecido. Nos sentamos en un banco a aguardar su regreso. De pronto llegó Ernest, y nos preguntó si había-mos visto a su hermano. Dijo que habían estado jugando



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juntos y que William se había adelantado para esconderse, y que lo había buscado en vano. Llevaba ya mucho tiempo esperándolo pero aún no había regresado.

Esto nos alarmó considerablemente, y estuvimos buscándolo hasta que cayó la noche y entonces Elizabeth sugirió que quizá hubiera vuelto a casa. Allí no estaba. Vol-vimos al lugar con antorchas; pues yo no podía descansar pensando en que mi querido hijo se había perdido y se encontraría expuesto a la humedad y el frío de la noche. Elizabeth también sufría enormemente. Alrededor de las cinco de la madrugada hallé a mi pequeño, que la noche anterior rebosaba actividad y salud, tendido en la hierba, pálido e inerte, con las huellas en el cuello de los dedos del asesino.

Lo llevamos a casa, y la agonía de mi rostro pronto delató el secreto a Elizabeth. Se empeñó en ver el cadá-ver. Intenté disuadirla pero insistió. Entró en la habitación donde reposaba, examinó precipitadamente el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos exclamó:

¡Dios mío! He matado a mi querido chiquillo.

Perdió el conocimiento y nos costó mucho reanimarla. Cuando volvió en sí, sólo lloraba y suspiraba. Me dijo que esa misma tarde William la había convencido para que le dejara ponerse una valiosa miniatura que ella tenía de tu madre. Esta joya ha desaparecido, y, sin duda, fue lo que tentó al asesino al crimen. No hay rastro de él hasta el momento, aunque las investigaciones continúan sin cesar. De todas formas, esto no le devolverá la vida a nuestro amado William.

Vuelve, querido Víctor; sólo tú podrás consolar a Eliza-beth. Llora sin cesar, y se acusa injustamente de su muerte. Me destroza el corazón con sus palabras. Estamos todos desolados, pero ¿no será esa una razón más para que tú, hijo mío, vengas y seas nuestro consuelo? ¡Tu pobre madre, Víctor! Ahora le doy gracias a Dios de que no haya vivido para ser testigo de la cruel y atroz muerte de su benjamín.

Vuelve, Víctor; no con pensamientos de venganza contra el asesino, sino con sentimientos de paz y cariño que curen nuestras heridas en vez de ahondar en ellas. Únete a


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nuestro luto, hijo, pero con dulzura y cariño para quienes te quieren y no con odio para con tus enemigos.

Tu afligido padre que te quiere,

Alphonse Frankenstein Ginebra, 12 de mayo de 17...



Clerval, que me había estado observando mientras leía la carta, se sorpren-dió al ver la desesperación en que se trocaba la alegría que había expre-sado al saber que habían llegado noticias de mis amigos. Tiré la carta sobre la mesa y me cubrí el rostro con las manos.

–Querido Frankenstein –dijo al verme llorar con amargura–, ¿habrás de ser siempre desdichado? ¿Qué ha ocurrido, amigo mío?

Le indiqué que leyera la carta, mientras yo paseaba arriba y abajo de la habitación lleno de angustia. Las lágrimas le corrieron por las mejillas a medida que leía y comprendía mi desgracia.

–No puedo ofrecerte consuelo alguno, amigo mío –dijo–, tu pérdida es irreparable. ¿Qué piensas hacer?

–Ir de inmediato a Ginebra. Acompáñame, Henry, a pedir los caballos.

Mientras caminábamos, Clerval se desvivía por animarme, no con los tópi-cos usuales, sino manifestando su más profunda amistad.

–Pobre William. Aquella adorable criatura duerme ahora junto a su madre. Sus amigos lo lloramos y estamos de luto, pero él descansa en paz. Ya no siente la presión de la mano asesina; el césped cubre su dulce cuerpo y ya no puede sufrir. Ya no se le puede compadecer. Los supervivientes somos los que más sufrimos, y para nosotros el tiempo es el único consuelo. No debemos esgrimir aquellas máximas de los estoicos de que la muerte no es un mal y que el hombre debe estar por encima de la desesperación ante la ausencia eterna del objeto amado. Incluso Catón lloró ante el cadáver de su hermano.

Así hablaba Clerval mientras cruzábamos las calles. Las palabras se me que-daron grabadas, y más tarde las recordé en mi soledad. En cuanto llegaron los caballos, subí a la calesa, y me despedí de mi amigo.

El viaje fue triste. Al principio iba con prisa, pues estaba impaciente por consolar a los míos; pero á medida que nos acercábamos a mi ciudad natal aminoré la marcha. Apenas si podía soportar el cúmulo de pensamientos


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que se me agolpaban en la mente. Revivía escenas familiares de mi juven-tud, escenas que no había visto hacía casi seis años. ¿Qué cambios habría habido en ese tiempo? Se había producido de repente uno brusco y deso-lador; pero miles de pequeños acontecimientos podían haber dado lugar, poco a poco, a otras alteraciones, no por más tranquilas menos decisivas. Me invadió el miedo. Temía avanzar, aguardando miles de inesperados e indefinibles males que me hacían temblar.

Me quedé dos días en Lausana, sumido en este doloroso estado de ánimo. Contemplé el lago: sus aguas estaban en calma, todo a mí alrededor res-piraba paz y los nevados montes, «palacios de la naturaleza», no habían cambiado. Poco a poco, el maravilloso y sereno espectáculo me restableció, y proseguí mi viaje hacia Ginebra.

La carretera bordeaba el lago y se angostaba al acercarse a mi ciudad natal. Distinguí con la mayor claridad las oscuras laderas de los montes jurásicos y la brillante cima del Mont Blanc. Lloré como un chiquillo:

«¡Queridas montañas! ¡Mi hermoso lago! ¿Cómo recibís al caminante? Vuestras cimas centellean, el lago y el cielo son azules... ¿Es esto una pro-mesa de paz o es una burla a mi desgracia?»

Temo, amigo mío, hacerme pesado si me sigo remansando en estos prelimi-nares, pero fueron días de relativa felicidad y los recuerdo con placer. ¡Mi tierra!, ¡Mi querida tierra! ¿Quién, salvo el que haya nacido aquí, puede comprender el placer que me causó volver a ver tus riachuelos, tus monta-ñas, y sobre todo tu hermoso lago?

Sin embargo, a medida que me iba acercando a casa, volvió a cernirse sobre mí el miedo y la ansiedad.

Cayó la noche; y cuando dejé de poder ver las montañas, aún me sentí más apesadumbrado. El paisaje se me presentaba como una inmensa y sombría escena maléfica, y presentí confusamente que estaba destinado a ser el más desdichado de los humanos. ¡Ay de mí!, Vaticiné certeramente. Me equivoqué en una sola cosa: todas las desgracias que imaginaba y temía no llegaban ni a la centésima parte de la angustia que el destino me tenía reservada.

Era completamente de noche cuando llegué a las afueras de Ginebra; las puertas de la ciudad ya estaban cerradas, y tuve que pasar la noche en Secheron, un pueblecito a media legua al este de la ciudad. El cielo estaba sereno, y puesto que no podía dormir, decidí visitar el lugar donde habían asesinado a mi pobre William. Como no podía atravesar la ciudad, me vi obligado a cruzar hasta Plainpalais en barca, por el lago. Durante el corto



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recorrido, vi los relámpagos que, sobre la cima del Mont Blanc, dibujaban las más hermosas figuras. La tormenta parecía avecinarse con rapidez y, al desembarcar, subí a una colina para desde allí observar mejor su avance. Se acercaba; el cielo se cubrió de nubes, y pronto sentí la lluvia caer lenta-mente, y las gruesas y dispersas gotas se fueron convirtiendo en un dilu-vio.

Abandoné el lugar y seguí andando, aunque la oscuridad y la tormenta aumentaban por minutos y los truenos retumbaban ensordecedores sobre mi cabeza. La cordillera de Saléve, los montes de jura y los Alpes de Saboya repetían su eco. Deslumbrantes relámpagos iluminaban el lago, dándole el aspecto de una inmensa explanada de fuego. Luego, tras unos instan-tes, todo quedaba sumido en las tinieblas, mientras la retina se reponía del resplandor. Como sucede con frecuencia en Suiza, la tormenta había estallado en varios puntos a la vez. Lo más violento se cernía sobre el norte de la ciudad, sobre esa parte del lago entre el promontorio de Belrive y el pueblecito de Copét. Otro núcleo iluminaba más débilmente los montes jurásicos, y un tercero ensombrecía y revelaba intermitentemente la Móle, un escarpado monte al este del lago.

Admiraba la tormenta, tan hermosa y a un tiempo terrible, mientras cami-naba con paso ligero. Esta noble lucha de los cielos elevaba mi espíritu. Junté las manos y exclamé: «William, mi querido hermano. Este es tu fune-ral, ésta tu endecha.» Apenas había pronunciado estas palabras cuando divisé en la oscuridad una figura que emergía subrepticiamente de un bos-quecillo cercano. Me quedé inmóvil, mirándola fijamente:

no había duda. Un relámpago la iluminó y me descubrió sus rasgos con claridad. La gigantesca estatura y su aspecto deformado, más horrendo que nada de lo que existe en la humanidad, me demostraron de inmediato que era el engendro, el repulsivo demonio al que había dotado de vida. ¿Qué hacía allí? ¿Sería acaso me estremecía sólo de pensarlo– el asesino de mi hermano? No bien me hube formulado la pregunta cuando llegó la res-puesta con claridad; los dientes me castañetearon, y me tuve que apoyar en un árbol para no caerme. La figura pasó velozmente por delante de mí y se perdió en la oscuridad. Nada con la forma de un humano hubiera podido dañar a un niño. El era el asesino, no había duda. La sola ocurren-cia de la idea era prueba irrefutable. Pensé en perseguir a aquel demonio, pero hubiera sido en vano, pues el siguiente relámpago me lo descubrió trepando por las rocas de la abrupta ladera del monte Saléve, el monte que limita a Plainpalais por el sur. Rápidamente escaló la cima y desapareció.

Permanecí inmóvil. La tormenta cesó; pero la lluvia continuaba, y todo estaba envuelto en tinieblas. Repasé los sucesos que hasta el momento


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había tratado de olvidar: todos los pasos que di hasta la creación; el fruto de mis propias manos, vivo, junto a mi cama; su huida. Habían transcurrido ya casi dos años desde la noche en que le había dado vida. ¿Era éste su primer crimen? ¡Dios mío! Había lanzado al mundo un engendro depra-vado, que se deleitaba causando males y desgracias. ¿No era la muerte de mi hermano prueba de ello?

Nadie puede concebir la angustia que sufrí durante el resto de la noche, que pasé, frío y mojado, a la intemperie.

Mas no notaba la inclemencia del tiempo. Tenía la imaginación asaltada por escenas de horror y desesperación. Consideraba a este ser con el que había afligido a la humanidad, este ser dotado de voluntad y poder para cometer horrendos crímenes, como el que acababa de realizar, como mi propio vampiro, mi propia alma escapada de la tumba, destinada a destruir todo lo que me era querido. Amaneció, y me encaminé hacia la ciudad. Las puertas ya estaban abiertas y me dirigí a la casa de mi padre. Mi primer pensamiento fue comunicar lo que sabía acerca del asesino, y hacer que de inmediato se emprendiera su búsqueda, pero me detuve cuando reflexioné sobre lo que tendría que explicar: me había encontrado a media no che, en la ladera de una montaña inaccesible, con un ser al cual yo mismo había creado y dotado de vida.

Recordé también la fiebre nerviosa que había contraído en el momento de su creación y que daría un cierto aire de delirio a una historia de por sí increíble. Bien sabía que si alguien me hubiera contado algo parecido lo habría tomado por el producto de su demencia. Además, las extrañas características de la bestia harían imposible su captura, suponiendo que lograra convencer a mis familiares de que la iniciaran. Y ¿de qué serviría perseguirla? ¿Quién podría atrapar a un ser capaz de escalar las laderas verticales del monte Saléve?

Estas reflexiones acabaron por convencerme y opté por guardar silencio.

Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando entré en casa de mi padre. Les dije a los criados que no despertaran a mi familia, y me fui a la biblio-teca a aguardar la hora en que solían levantarse.

Salvo por una marca indeleble, habían pasado seis años casi como un sueño. Me encontraba en el mismo lugar en el que por última vez había abrazado a mi padre al partir hacia Ingolstadt. ¡Padre querido y venerado!

Felizmente, aún vivía. Miré el cuadro de mi madre, colgado encima de la chimenea. Era un tema histórico pintado por encargo de mi padre, y repre-sentaba a Caroline Beaufort en actitud de desesperación, postrada ante el



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féretro de su padre. Su vestido era rústico, y la palidez cubría sus mejillas, pero emanaba un aire de dignidad y hermosura que anulaba todo senti-miento de piedad. Debajo de este cuadro había una miniatura de William que me hizo saltar las lágrimas. En’ aquel momento entró Ernest; me había oído llegar y venía a darme la bienvenida. Expresó una mezcla de tristeza y alegría al verme.

Bienvenido, querido Víctor. Ojalá hubieras regresado tres meses atrás; nos hubieras encontrado felices y contentos. Pero ahora estamos desolados; y me temo que sean las lágrimas y no las sonrisas las que te reciban.

Nuestro padre está muy apenado; este terrible suceso parece hacer revivir en él el dolor que sintió a la muerte de nuestra madre. La pobre Elizabeth está también muy afligida.

Mientras hablaba las lágrimas le resbalaban por las mejillas. No me recibas así le dije–, intenta serenarte para que no me sienta completamente des-graciado al entrar en la casa de mi padre tras tan larga ausencia.

Dime, ¿cómo lleva mi padre esta desgracia?, ¿y cómo está mi pobre Eliza-beth?

–Es la que más ayuda necesita. Se acusa de haber causado la muerte de mi hermano, y esto la atormenta horriblemente. Aunque ahora que han des-cubierto al asesino...

–¿Que lo han descubierto? ¡Dios mío! ¿Cómo es posible?, ¿Quién ha podido intentar perseguirlo? Es imposible; sería como intentar atrapar el viento, o detener un torrente con una caña.

No entiendo lo que quieres decir pero a todos nos dolió el descubrirlo. Al principio nadie se lo podía creer, e incluso ahora, a pesar de las pruebas, Elizabeth se niega a admitirlo. Es verdaderamente increíble que Justine Moritz, tan dulce y tan encariñada como parecía con todos nosotros, haya podido, de pronto, hacer algo tan horrible.

–¡Justine Moritz! Pobrecilla, ¿la acusan a ella? Están equivocados, es evi-dente. No se lo creerá nadie, ¿no, Ernest?

–Al principio no; pero hay varios detalles que nos han forzado a aceptar los hechos. Su propio comportamiento es tan desconcertante, que añade a las pruebas un peso que temo no deja lugar a duda. Hoy la juzgan, y podrás convencerte tú mismo.

Me contó que la mañana en que encontraron el cadáver del pobre William, Justine se puso enferma y se vio obligada a guardar cama. Días más tarde, una de las criadas revisó por casualidad las prendas que Justine llevaba el



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día del crimen y encontró en un bolsillo la miniatura de mi madre, que se suponía fue el móvil del asesinato. Se lo enseñó al instante a otra sirvienta, la cual, sin decirnos ni una palabra, se fue a un magistrado. A consecuen-cia de la declaración de la criada, Justine fue detenida. Al acusársela del crimen, la pobrecilla confirmó las sospechas, en gran medida con su total confusión y aturdimiento.

Parecía una historia de extrañas coincidencias, pero no logró conven-cerme.


–Estáis todos equivocados –le contesté seriamente–. Yo sé quien es el ase-sino. Justine, la pobre Justine, es inocente.

En aquel instante entró mi padre. Advertí cómo la tristeza había hecho mella en su semblante; pese a todo, trató de recibirme con alegría, y, tras intercambiar nuestro apenado saludo, hubiera iniciado otro tema de con-versación que no fuera el de nuestra desgracia, de no ser porque Ernest exclamó:

–¡Dios mío, padre! Víctor dice saber quién asesinó a William.

–Por desgracia, nosotros también –respondió mi padre–. Hubiera preferido ignorarlo para siempre, antes que descubrir tanta maldad e ingratitud en alguien a quien apreciaba tanto. – Querido padre, estáis equivocados; Jus-tine es inocente.

–Si es así, no permita Dios que se la acuse. Hoy la juzgarán, y espero de todo corazón que la absuelvan.

Estas palabras me tranquilizaron. Estaba del todo convencido de que Jus-tine, es más, cualquier otro ser humano, era inocente de este crimen. Por tanto, no temía que se pudiera presentar ninguna prueba contundente que bastara para condenarla. Con esta confianza, me calmé, y esperé el juicio con interés, pero sin sospechar ningún resultado negativo.

Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempo había producido en ella grandes cambios desde que la vi por última vez. Seis años atrás era una joven bonita y agradable, a la cual todos querían. Ahora se había conver-tido en una mujer de excepcional hermosura. La frente, amplia y despejada, indicaba gran inteligencia y franqueza. Sus ojos de color miel denotaban ternura, mezclada ahora con la pena de su reciente dolor. El pelo era de un brillante castaño rojizo, la tez clara y la figura menuda y grácil. Me saludó con el mayor afecto.

Querido primo –dijo–, tu llegada me llena de esperanza. Tú quizá encuen-tres algún medio para probar la inocencia de la pobre Justine. Si a ella la condenan, ¿quién podrá estar seguro de aquí en adelante?


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Confío en su inocencia como en la mía propia. Nuestra desgracia es doble-mente penosa: no sólo hemos perdido a nuestro adorado chiquillo, sino que ahora un destino aún peor nos arrebata a Justine. Jamás volveré a saber lo que es la alegría si la condenan. Pero estoy segura de que no será así y entonces, pese a la muerte de mi pequeño William, volveré a ser feliz.

–Es inocente, Elizabeth –le contesté–, y se probará, no temas. Deja que el convencimiento de que será absuelta calme tu espíritu.

–¡Qué bueno eres! Todos la creen culpable y eso me entristecía mucho, porque sabía que era imposible.

El ver a todos tan predispuestos en contra suya me desesperaba –dijo llo-rando.

–Querida sobrina –dijo mi padre–, seca tus lágrimas. Si como crees es ino-cente, confía en la justicia de nuestros jueces, y en el interés con que yo impediré la más ligera sombra de parcialidad.






































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CAPÍTULO 7








Vivimos horas penosas hasta las once de la mañana, hora en la que había de comenzar el juicio. Acompañé a mi padre y restantes miembros de la familia, que estaban citados como testigos. Durante toda aquella odiosa farsa de justicia, sufrí un calvario. Debía decidirse si mi curiosidad e ilícitos experimentos desembocarían en la muerte de dos seres humanos: el uno, una encantadora criatura llena de inocencia y alegría; la otra, más terrible-mente asesinada aún, puesto que tendría todos los agravantes de la infamia para hacerla inolvidable. Justine era una buena chica, y poseía cualidades que prometían una vida feliz. Ahora todo estaba a punto de acabar en una ignominiosa tumba por mi culpa. Mil veces hubiera preferido confesarme yo culpable del crimen que se le atribuía a Justine, pero me encontraba ausente cuando se cometió, y hubieran tomado semejante declaración por las alucinaciones de un demente, por lo que tampoco hubiera servido para exculpar a la que sufría por mi culpa.

El aspecto de Justine al entrar era sereno. Iba de luto; y la intensidad de sus sentimientos daban a su rostro, siempre atractivo, una exquisita belleza. Parecía confiar en su inocencia. No temblaba, a pesar de que miles de personas la miraban y vituperaban, pues toda la bondad que su belleza hubiera de otro modo despertado quedaba ahora ahogada, en el espíritu de los espectadores, por la idea del crimen que se suponía que había come-tido. Estaba tranquila; sin embargo esta tranquilidad era evidentemente forzada; y puesto que su anterior aturdimiento se había esgrimido como prueba de su culpabilidad, intentaba ahora dar la impresión de valor. Al entrar recorrió con la vista la sala, y pronto descubrió el lugar donde nos encontrábamos sentados. Los ojos parecieron nublársele al vernos, pero pronto se dominó, y una mirada de pesaroso afecto pareció atestiguar su completa inocencia.

Empezó el juicio; cuando los fiscales hubieron expuesto su informe, se llamó a varios testigos. Había varios hechos aislado que se combinaban en su contra, y que hubieran desorientado cualquiera que no tuviera, como yo, la seguridad de su inocencia Había pasado fuera de casa toda la noche del crimen, y, amanecer, una mujer del mercado la había visto cerca del lugar donde más tarde se encontraría el cadáver del niño ase-


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sinado. La mujer le preguntó qué hacía allí, pero Justine, de forma muy extraña, le había contestado confusa e ininteligiblemente. Regresó a casa hacia las ocho de la mañana; y cuando alguien quiso sabe dónde había pasado la noche, respondió que había estado buscando al niño y pre-guntó ansiosamente si se sabía algo acerca de él. Cuando le mostraron el cuerpo, tuvo un violento ataque de nervios, que la obligó a guardar cama durante varios días. Se mostró entonces la miniatura que la criada había encontrado en el bolsillo, y un murmullo de horror e indignación recorrió la sala cuando Elizabeth, con voz temblorosa, la identificó como la misma que había colgado del cuello de William una hora antes de que se lo echara en falta.

Llamaron a Justine para que se defendiera. A medida que el juicio había ido avanzando, su aspecto había cambiado y expresaba ahora sorpresa, horror y tristeza. A veces luchaba contra el llanto que la embargaba, pero, cuando la requirieron que se declarara inocente o culpable, se sobrepuso y habló con voz audible aunque entrecortada.

–Dios sabe bien que soy inocente; pero no pretendo que mis afirmacio-nes me absuelvan. Baso mi inocencia en una interpretación llana y senci-lla de los hechos que se me imputan. Espero que la buena reputación de que siempre he gozado incline a los jueces a interpretar a mi favor lo que puede a primera vista parecer dudoso o sospechoso.

A continuación declaró que con permiso de Elizabeth había pasado la tarde de la noche del crimen en casa de una tía en Chéne, pueblecito que dista una legua de Ginebra. A su regreso, hacia las nueve de la no che, se encontró con un hombre que le preguntó si había visto a la criatura que buscaban. Esto la alarmó, y estuvo varias horas intentando encontrarlo. Las puertas de Ginebra cerradas, se vio obligada a pasar parte de la noche en el cobertizo de una casa, no sintiéndose inclinada a despertar a los dueños, que la conocían bien. Incapaz de dormir, abandonó pronto su refugio, y reemprendió la búsqueda de mi hermano. Si se había acercado al lugar donde yacía el cuerpo, fue sin saberlo. Su aturdimiento al ser interrogada por la mujer del mercado no era de extrañar, puesto que no había dormido en toda la noche, y la suerte de William aún estaba por saber. Respecto a la miniatura, no podía aclarar nada.

Sé bien cuánto pesa esto en mi contra –continuó la entristecida víctima–, pero no puedo dar explicación alguna. Tras expresar mi total ignoran-cia en este punto no me queda más que hacer conjeturas acerca de cómo pudo llegar a mi bolsillo. Pero aquí también me encuentro con otra barrera, pues no tengo enemigos y no puede haber nadie tan mal-vado como para querer destruirme de forma tan deliberada. ¿Fue acaso


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el propio asesino el que la puso allí? Pero no veo cómo hubiera podido hacerlo, y además, ¿qué finalidad tendría robar la joya para despren-derse de ella tan pronto?

»Confío mi suerte a la justicia de mis jueces, si bien veo poco lugar para la esperanza. Ruego se haga declarar a algún testigo respecto de mi reputa-ción, y si su testimonio no prevalece sobre la acusación, que me condenen, aunque fundo mi esperanza en el hecho de ser inocente.

Se llamó a varios testigos que la conocían desde hacía muchos años, y todos hablaron bien de ella; pero el temor y la repulsión por el crimen del cual la creían culpable les amilanó, e impidió que la apoyaran con ardor. Elizabeth percibió que este postrer recurso, la bondad y conducta irreprochables de la acusada, también iba a fallar. Muy alterada solicitó la venia del tribunal para dirigirse a él.

–Soy –dijo– la prima del pobre chiquillo asesinado, mejor dicho: soy su her-mana, pues fui educada por sus padres y vivo con ellos desde mucho antes de que William naciera. Quizá por ello pueda no resultar decoroso que declare en esta ocasión. Pero ante la posibilidad de que la cobardía de sus supuestos amigos hunda a un ser humano, me veo obligada a hablar en su favor. Conozco bien a la acusada. Hemos vivido bajo el mismo techo primero durante cinco años y después durante dos. En todo ese tiempo, siempre se mostró la más bondadosa y amable de las criaturas. Cuidó con el mayor afecto y devoción a mi tía, la señora Frankenstein, durante su última enfermedad. Luego tuvo que atender a su propia madre, también enferma durante largo tiempo, y lo hizo con una abnegación que admiró a todos los que la conocíamos. Fallecida su madre, regresó de nuevo a casa de mi tío, donde todos la queremos. Sentía un especial cariño por la cria-tura ahora muerta y la trataba como una madre. Por mi parte, no tengo la más mínima duda de que, a pesar de todas las pruebas en su contra, es absolutamente inocente. No tenía motivos para hacerlo; y en cuanto a la minucia que constituye la prueba principal, de haberla pedido, con gusto se la hubiera regalado, tanto es el cariño que hacia Justine siento.

¡Qué magnífica Elizabeth! Un murmullo de aprobación recorrió la sala, más dirigido a su generosa intervención que en favor de la pobre Justine, contra la cual se volcó la indignación del público con renovada violencia, acusándola de la mayor ingratitud. Las lágrimas le corrían por las mejillas mientras escuchaba en silencio a Elizabeth. Durante todo el juicio, yo , estuve preso de la mayor angustia y nerviosismo. Creía en su inocencia; sabía que no era culpable. ¿Acaso el diabólico ser que había matado no lo dudaba ni por un minuto a mi hermano, había vendido, en su demoníaco juego, la inocencia a la muerte y a la ignominia?


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El horror de la situación me resultaba insoportable, y cuando la reacción del público y el rostro de los jueces me indicaron que mi pobre víctima había sido condenada, me precipité fuera de la sala lleno de pesar. El sufrimiento de la acusada no igualaba al mío. A ella la sostenía su inocencia, pero a mí me laceraban los latigazos del remordimiento, que no cedía su presa.

Pasé una noche de indescriptible desesperación. Por la mañana fui al tri-bunal. Tenía la boca y la garganta secas y no me atreví a hacer la pregunta fatal. Pero me conocían y el ujier adivinó la razón de mi visita. Se habían echado las bolas y eran todas negras; Justine había sido condenada.

No intentaré explicar lo que sentí. Había experimentado ya antes sensa-ciones de horror, las cuales me he esforzado por describir, pero no existen palabras que definan la nauseabunda desesperación de aquel momento.

El funcionario entonces añadió que Justine ya había confesado su culpabi-lidad.

–Lo cual apenas era necesario –añadió– en un caso tan evidente. Pero me alegro; a ninguno de nuestros jueces le gusta condenar a un criminal por pruebas circunstanciales, por decisivas que parezcan.

Cuando regresé a casa, Elizabeth me preguntó ansiosamente por el resul-tado.

Querida prima contesté–, han decidido lo que ya esperábamos. Todos los jueces prefieren condenar a diez inocentes antes de que se escape un cul-pable. Pero ella ha confesado.

Para Elizabeth, que había creído firmemente en la inocencia de Justine, esto fue un duro golpe.

¡Ay! –dijo–, ¿cómo podré volver a creer en la bondad humana? ¿Cómo habrá podido Justine, a quien yo quería como a una hermana, sonreírnos con aquella inocencia y después traicionarnos así? Sus dulces ojos pare-cían asegurar que era incapaz de aspereza o mal humor, y sin embargo ha cometido un asesinato.

Al poco tiempo, nos comunicaron que la pobre víctima había manifestado el deseo de ver a mi prima. Mi padre no quería que fuese, pero dejó la deci-sión al criterio de Elizabeth. –Sí iré –dijo Elizabeth . Aunque sea culpable. Acompáñame tú, Víctor. No quiero ir sola.

La sola idea de esta visita me atormentaba, pero no podía negarme.

Entramos en la celda desoladora, al fondo de la cual estaba Justine, sen-tada sobre un montón de paja. Tenía las manos encadenadas y apoyaba la cabeza en las rodillas. Al vernos entrarse levantó, y cuando estuvimos


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a solas, se echó llorando a los pies de Elizabeth, que también comenzó a sollozar.

Justine –dijo–, ¿por qué me has arrebatado mi último consuelo? Confiaba en tu inocencia y, aunque me sentía muy desgraciada, no estaba tan triste como ahora.

–¿Usted también me cree tan perversa? ¿Se une a mis enemigos para con-denarme? Justine se ahogaba por el llanto.

Levántate, pobre amiga mía –dijo Elizabeth. ¿Por qué. te arrodillas, si eres inocente? No soy uno de tus enemigos. Te creía inocente hasta que supe que tú misma habías confesado tu culpabilidad. Ahora me dices que eso es falso. Ten la seguridad, Justine querida, de qué nada, salvo tu propia confesión, puede quebrar mi confianza en ti.

Es cierto que confesé, pero confesé una mentira, para poder obtener la absolución. Y ahora esa mentira pesa más sobre mi conciencia que cual-quier otra falta. ¡Dios me perdone! Desde el momento en que me con-denaron, el confesor ha insistido y amenazado hasta que casi me ha convencido de que soy el monstruo que dicen que soy. Me amenazó con la excomunión y las llamas del infierno si persistía en declararme inocente. Mi querida señora, no tenía a nadie que me ayudara. Todos me conside-ran un ser despreciable abocado a la ignominia y perdición. ¿Qué otra cosa podía hacer? En mala hora consentí en mentir; ahora me siento más desgraciada que nunca.

El llanto la obligó a callar unos instantes.

–Pensaba con horror –continuó– en la posibilidad de que ahora usted cree-ría que Justine, a quien su tía tenía en tanta consideración y a quien usted estimaba tanto, era capaz de cometer un crimen que ni siquiera el demonio ha osado perpetrar. ¡Mi querido William!, ¡Mi querido pequeño! Pronto me reuniré contigo en el cielo, donde seremos felices. Ese es mi consuelo, en mi camino hacia la muerte y la difamación.

¡Justine! Perdóname si he dudado de ti un instante. ¿Por qué confesaste? Pero no te atormentes, querida mía; proclamaré tu inocencia por doquier y les obligaré a creerte. Sin embargo, has de morir; tú, mi compañera de juegos, mi amiga, más que una hermana para mí. No sobreviviré a tan tre-menda desgracia.

–Dulce Elizabeth. Seque sus lágrimas. Debería animarme con pensamientos sobre una vida mejor, y hacerme pasar por encima de las pequeñeces de este mundo injusto y agresivo. No sea usted, mi querida amiga, la que me induzca a la desesperación.


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–Trataré de consolarte, pero me temo que este mal sea demasiado pun-zante para que quepa el consuelo, pues no hay esperanza. Que el cielo te bendiga, querida Justine, con una resignación y confianza sobrehumanas.

¡Cómo odio las farsas e ironías de este mundo! En cuanto una criatura es asesinada, a otra se le priva de la vida de forma lenta y tortuosa. Y los ver-dugos, con manos aún teñidas de sangre inocente, creen haber llevado a cabo una gran obra. A esto lo llaman retribución. ¡Odioso nombre! Cuando oigo esa palabra, sé que se avecinan castigos más horribles que los que tirano alguno jamás haya podido inventar para saciar su venganza. Pero esto no es consuelo para ti, Justine, a no ser que te alegres de abandonar semejante guarida. ¡Quisiera estar con mi tía y mi adorado William, lejos de este mundo odioso, y de los rostros de unos seres que aborrezco!

Justine sonrió con tristeza.

–Esto, querida señora, no es resignación sino desesperación. No debo aprender la lección que quiere usted inculcarme. Hábleme de otras cosas, de algo que me traiga paz, y no mayor tristeza.

Durante esta conversación me había retirado a una esquina de la celda, donde pudiera esconder la angustia que me embargaba. ¡Desesperación! ¿Quién osaba hablar de eso? La pobre víctima que debía al día siguiente traspasar la tenebrosa frontera entre la vida y la muerte no sentía tan amarga y penetrante agonía como yo. Apreté los dientes, haciéndolos rechinar, y un suspiro salido del alma se escapó de entre mis labios. Justine se alarmó. Al reconocerme, se acercó a mí, diciendo:

–Querido señor, qué bondadoso ha sido al venir a verme. Espeto que usted tampoco me crea culpable.

No pude contestar.

–No, Justine –dijo Elizabeth , cree aún más que yo en tu inocencia. Ni siquiera al saber que habías confesado dudó de ti. –Se lo agradezco de corazón. En estos últimos momentos siento la mayor gratitud hacia aque-llos que me juzgan con benevolencia. ¡Qué dulce resulta el afecto de los demás a una infeliz como yo! Me alivia la mitad de mis desgracias. Ahora que usted, mi querida señora, y su primo, creen en mi inocencia, puedo morir en paz.

Así intentaba la pobre niña consolarnos a nosotros y mitigar su dolor. Con-siguió la resignación que buscaba.

Pero yo, el verdadero asesino, sentía viva en mi seno como una carcoma que imposibilitaba toda esperanza o sosiego. Elizabeth también lloraba entristecida; pero la suya era también la aflicción del inocente, como la


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nube que puede oscurecer la luna un breve rato pero no logra apagar su fulgor. La angustia y la desesperación se habían apoderado de mi corazón, y me abrasaba en un fuego que: nada podía apagar. Permanecimos con Justine varias horas, y Elizabeth no logró, separarse de ella sino con gran dificultad.

Quiero morir contigo –gritaba–, no puedo vivir en este mundo lleno de miseria.

Justine procuró adoptar un aire de alegría, pese a que apenas podía con-tener las lágrimas. Abrazó a Elizabeth y, con voz ahogada por la emoción, dijo:

Adiós, mi querida señora, mi dulce Elizabeth, mi amada y única amiga. Que el cielo la bendiga y que sea ésta su última desgracia. Viva, sea feliz y haga felices a los demás.

Mientras regresábamos, Elizabeth me dijo:

No sabes, querido Víctor, lo tranquila que me encuentro ahora que confío en la inocencia de esta infeliz muchacha. No hubiera vuelto a conocer la paz de haberme equivocado con Justine. Los pocos momentos que la creí culpable, sentí una angustia que no hubiera podido soportar durante demasiado tiempo. Ahora me siento aliviada. Se la castiga equivocada-mente; pero me consuela pensar que la persona a quien yo creía llena de bondad no ha traicionado la confianza que en ella puse.

¡Prima querida!, estos eran tus pensamientos tan tiernos y dulces como tus propios ojos y la voz que los expresaba. Pero yo, yo era un miserable, y nadie puede concebir la agonía que padecí entonces.
























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VOLUMEN II



CAPÍTULO 1








Nada hay más doloroso para el alma humana, después de que los sentimien-tos se han visto acelerados por una rápida sucesión de acontecimientos, que la calma mortal de la inactividad y la certeza que nos privan tanto del miedo como de la esperanza. Justine murió; descansó; pero yo seguía viviendo. La sangre circulaba libremente por mis venas, pero un peso insoportable de remordimiento y desesperación me oprimía el corazón. No podía dormir; deambulaba como alma atormentada, pues había cometido inenarrables actos horrendos y malvados, y tenía el convencimiento de que no serían los últimos. Sin embargo, mi corazón rebosaba amor y bondad. Había comenzado la vida lleno de buenas intenciones y aguardaba con impaciencia el momento de ponerlas en práctica, y convertirme en algo útil para mis semejantes. Ahora todo quedaba aniquilado. En vez de esa tranquilidad de conciencia, que me hubiera permitido rememorar el pasado con satisfacción y concebir nuevas esperanzas, me azotaban el remordimiento y los sentimientos de culpabili-dad que me empujaban hacia un infierno de indescriptibles torturas.

Este estado de ánimo amenazaba mi salud, repuesta ya por completo del primer golpe que había sufrido.

Rehuía ver a nadie, y toda manifestación de júbilo o complacencia era para mí un suplicio. Mi único consuelo era la soledad; una soledad profunda, oscura, semejante a la de la muerte.

Mi padre observaba con dolor el cambio que se iba produciendo en mis costumbres y carácter, e intentaba convencerme de la inutilidad de dejarse arrastrar por una desproporcionada tristeza.

¿Crees tú, Víctor, que yo no sufro? –me dijo, con lágrimas en los ojos–. Nadie puede querer a un niño como yo amaba a hermano. Pero acaso no es un deber para con los superviviente el intentar no aumentar su pena con nuestro dolor exagerado. También es un deber para contigo mismo, pues la tristeza desmesurada impide el restablecimiento y la alegría; incluso impide llevar a cabo los quehaceres diarios, sin los que ningún hombre es digno de ocupar un sitio en la sociedad.

Este consejo, aunque válido, era del todo inaplicable a mi caso. Yo hubiera sido el primero en ocultar mi dolor y consolar los míos, si el remordimiento


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no hubiera teñido de amargura mis otros sentimientos. Ahora sólo podía responder a mi padre con una mirada de desesperación, y esforzarme por evitarle mi presencia.

Por esta época nos trasladamos a nuestra casa de Belrive. El cambio me resultó especialmente agradable.

El habitual cierre de las puertas a las diez de la noche y la imposibilidad de permanecer en el lago después de esa hora me hacían incómoda la estan-cia en la misma Ginebra. Ahora estaba libre. A menudo, cuando el resto: de mi familia se había acostado, cogía la barca y pasaba largas horas en el lago. A veces izaba la vela, y dejaba que el viento me llevara; otras, remaba hasta el centro del lago y allí dejaba la barca a la deriva mientras yo me sumía en tristes pensamientos. Con frecuencia, cuando todo a mi alrededor estaba en paz, y yo era la única cosa inquieta que vagaba intranquilo por ese paisaje tan precioso y sobrenatural, exceptuando algún murciélago, o las ranas cuyo croar rudo e intermitente oía cuando me acercaba a la orilla, con frecuencia, digo, sentía la tentación de tirarme al lago silencioso, y que las aguas se cerraran para siempre sobre mi cabeza y mis sufrimientos. Pero me frenaba el recuerdo de la heroica y abnegada Elizabeth, a quien amaba tiernamente, y cuya vida estaba íntimamente unida a la mía. Pensaba tam-bién en mi padre y mi otro hermano: ¿iba yo con mi deserción a exponerlos a la maldad del diablo que había soltado entre ellos?

En aquellos momentos lloraba amargamente y deseaba recobrar la paz de espíritu que me permitiría consolarlos y alegrarlos. Mas ello no había de ser. El remordimiento anulaba cualquier esperanza. Era el autor de males irremediables, y vivía bajo el constante terror de que el monstruo que había creado cometiera otra nueva maldad. Tenía el oscuro presenti-miento de que aún no había concluido todo y de que pronto comete ría de nuevo algún crimen espantoso, que borraría con su magnitud el recuerdo de su anterior delito. Mientras viviera algún ser querido, siempre habría un lugar para el miedo. La repulsión que sentía hacia este demoníaco ser no se puede concebir. Cuando pensaba en él apretaba los dientes, se me encendían los ojos y no deseaba más que extinguir aquella vida que tan imprudentemente había creado. Cuando recordaba su crimen y su maldad, el odio y deseo de venganza que surgían en mí sobrepasaban los límites de la moderación.

Hubiera ido en peregrinación al pico más alto de los Andes de saber que desde allí podría despeñarlo.

Quería verlo de nuevo para maldecirlo y vengar las muertes de William y Justine.


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Era la nuestra la morada del luto. La salud de mi padre se vio seriamente afectada por el horror de los recientes acontecimientos. Elizabeth estaba triste y alicaída, y ya no se divertía con sus quehaceres cotidianos.

Cualquier gozo le parecía un sacrilegio para con los muertos, y creía que el llanto y el luto eterno eran el justo tributo que debía pagar a la inocencia tan cruelmente destruida y aniquilada. Ya no era la feliz criatura que había paseado conmigo por la orilla del lago comentando con júbilo nuestros futuros proyectos. Se había vuelto seria, y a menudo hablaba de la incons-tancia de la suerte y de la inestabilidad de la vida.

Cuando pienso, querido primo –decía–, en la triste muerte de Justine Moritz, no puedo contemplar el mundo y sus obras como lo hacía antaño. Antes consideraba los relatos de maldad e injusticia, de los cuales oía hablar o sobre los que leía en los libros, como historias de tiempos pasados o como fantasías; al menos, estaban muy alejados y pertenecían más a la razón que a la imaginación; pero ahora el dolor se cierne sobre nuestra casa, y los hombres me parecen monstruos sedientos de sangre. Sin duda soy injusta. Todos creyeron culpable a esa pobre criatura, y de haber cometido el crimen que se la imputó, ciertamente hubiera sido la más depravada de los seres humanos. ¡Asesinar por unas cuantas joyas al hijo de su amigo y protector, un niño al que había cuidado desde la cuna y al que parecía querer como a un hijo! Me opongo a la muerte de cualquier ser humano, pero hubiera estimado que semejante criatura no era digna de vivir entre sus semejantes.

Pero era inocente. Lo sé, sé que era inocente. Tú también piensas lo mismo, y esto confirma mi certeza. ¡Ay, Víctor! Cuando la mentira se parece tanto a la verdad, ¿quién puede creer en la felicidad? Me parece estar andando por el borde de un precipicio, hacia el cual se dirigen miles de seres que intentan arrojarme al vacío. Asesinan a William y a Justine y su asesino escapa, andando libre por el mundo. Quizá incluso se lo respete. Pero no me cambiaría por semejante engendro, aunque mi sino fuera morir en el patíbulo por los mismos crímenes.

Escuché sus palabras con terrible agonía. Yo era el causante si bien no el autor. Elizabeth leyó la angustia en mi rostro y cogiéndome la mano con dulzura dijo:

Mi querido primo, tranquilízate. Dios sabe lo mucho que estos sucesos me han afectado, mas, sin embargo, no sufro tanto como tú. Tienes una expre-sión de desesperación, y a veces de venganza, que me hace temblar. Seré-nate, Víctor. Daría mi vida por tu paz. Sin duda nosotros podremos ser felices. Tranquilos en nuestra tierra, y lejos del mundo, ¿quién puede turbarnos?


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Las lágrimas le resbalaban a medida que hablaba, desmintiendo el con-suelo que me ofrecía, pero a la vez sonreía, intentando ahuyentar la tris-teza de mi corazón. Mi padre, que tomaba la infelicidad reflejada en mi rostro como una exageración de lo que normalmente hubieran sido mis sentimientos, pensó que algún tipo de distracción me devolvería la sereni-dad acostumbrada. Esta había sido ya la razón para venirnos al campo, y la que le indujo a proponer que hiciéramos una excursión al valle de Chamo-nix. Yo ya había estado allí antes, pero no así Elizabeth ni Ernest. Ambos habían expresado con frecuencia el deseo de ver el paisaje de este lugar, que les habían descrito como maravilloso y sublime. Así pues, emprendi-mos la excursión desde Ginebra a mediados de agosto, casi dos meses des-pués de la muerte de Justine.

El tiempo era insólitamente bueno, y si mi tristeza hubiera sido de índole que una circunstancia pasajera hubiera podido disipar, esta excursión sin duda hubiera proporcionado el resultado que mi padre se proponía.

Así y con todo, me sentía algo interesado por el paisaje, que a ratos me apaciguaba, si bien nunca anulaba mi pesar. El primer día viajamos en un carruaje. Por la 9 mañana habíamos visto en la distancia las montañas hacia las cuales nos dirigíamos. Nos dimos cuenta de que el valle que atravesá-bamos, formado por el río Arve cuyo curso seguíamos, se iba angostando a nuestro alrededor, y al atardecer nos encontramos ya rodeados de inmen-sas montañas y precipicios, y pudimos oír el furioso rumor del río entre las rocas y el estruendo de las cataratas.

Al día siguiente, continuamos nuestro viaje en mula; a medida que ascen-díamos, el valle adquiría un aspecto más magnífico y asombroso. Fortalezas en ruinas colgadas de las laderas pobladas de abetos, el impetuoso Arve y casitas que aquí y allí asomaban entre los árboles constituían un paisaje de singular belleza.

Pero eran los Alpes los que hacían sublime el panorama cuyas formas y cum-bres blancas y centelleantes dominaban todo, como si pertenecieran a otro mundo, y fueran la morada de otra raza. Cruzamos el puente de Pelissier, donde el barranco formado por el río se abrió ante nosotros, y empeza-mos a ascender por la montaña que lo limita. Poco después entramos en el valle de Chamonix, más imponente y sublime, pero menos hermoso y pin-toresco que el de Servox, que acabábamos de atravesar. Los altos montes de cumbres nevadas eran sus fronteras más cercanas. Desaparecieron los castillos en ruinas y los fértiles campos. Inmensos glaciares bordeaban el camino; oímos el ruido atronador de un alud desprendiéndose y observa mos la neblina que dejó a su paso. El Mont Blanc se destacaba dominante y magnífico entre los picos cercanos,y su imponente cima dominaba el valle.


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Durante el viaje, a veces me unía a Elizabeth, y me esforzabapor seña-larle los puntos más hermosos del paisaje. A menudo obligaba a mi mula a rezagarse para asípoder entregarme a la tristeza de mis pensamientos. Otras veces espoleaba al animal para que adelantara amis compañeros, y así olvidarme de ellos, del mundo y casi de mí mismo. Cuando los dejaba muy atrás, metumbaba en la hierba, vencido por el horror Y la desespera-ción. Llegué a Chamonix a las ocho de la noche.

Mi padre y Elizabeth se hallaban muy cansados; Ernest, que también había venido, estaba entonado y alegre,y su estado de ánimo sólo se veía turbado por el viento sureño que prometía traer consigo lluvia al díasiguiente.

Nos retiramos pronto, mas no para dormir; al menos yo no pude. Permane-cía largas horas asomado a la ventana, contemplando los pálidos relámpa-gos que jugueteaban por encima del Mont Blanc, y escuchando el rumor del Arve, que corría bajo mi ventana.








































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CAPÍTULO 2








El día siguiente, contra los pronósticos de nuestros guías, amaneció hermoso aunque nublado. Visitamos el nacimiento del Arveiron, y paseamos a caba-llo por el valle hasta el atardecer. Este paisaje, tan sublime y magnífico, me proporcionó el mayor consuelo que en esos momentos podía recibir. Me elevó por encima de las pequeñeces del sentimiento y aunque no me libraba de la tristeza sí me la amainaba y calmaba. Hasta cierto punto, también me desviaba la atención de aquellos sombríos pensamientos a los que me había entregado durante los últimos meses. Por la tarde regresé, cansado, pero triste, y conversé con mi familia con mayor animación de lo que había sólido hacer últimamente. Mi padre estaba contento y Elizabeth encantada.

Querido primo me dijo–, ¿ves cuánta felicidad contagias cuando estás alegre? ¡No recaigas de nuevo!

La mañana siguiente amaneció con una lluvia torrencial, y una espesa niebla ocultaba las cimas de las montañas. Me levanté temprano, pero me sentía melancólico. La lluvia me deprimía; volvió mi acostumbrado estado de ánimo, y me sentí apesadumbrado.

Sabía lo que este cambio brusco apenaría a mi padre y preferí evitarlo, hasta haberme recobrado lo suficiente como para poder disimular estos sentimientos que me dominaban. Supuse que pasarían el día en el alber-gue, y dado que yo estaba acostumbrado a la lluvia, la humedad y el frío, decidí ir solo a la cima del Montanvert. Recordaba la impresión que el inmenso glaciar en constante movimiento me había causado la primera vez que lo vi.

Entonces me había llenado de un éxtasis que prestaba alas al espíritu, per-mitiéndole despegarse del mundo de tinieblas y remontarse hasta la luz y la felicidad. La contemplación de todo lo que de majestuoso y sobreco-gedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud de ennoblecer mis sentimientos y me ha hecho olvidar las efímeras preocupaciones de la vida. Decidí ir solo, pues conocía bien el camino, y la presencia de otro hubiera destruido la grandiosa soledad del paraje.

El ascenso es pronunciado, pero el sendero zigzagueante permite escalar la enorme perpendicularidad de la montaña. Es un paraje de terrible desola-


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ción. Múltiples lugares muestran el rastro de aludes invernales; hay árbo-les tronchados esparcidos por el suelo; unos están totalmente destrozados, otros se apoyan en rocas protuberantes o en otros árboles. A medida que se asciende más, el sendero cruza varios heleros, por los cuales caen sin cesar piedras desprendidas. Uno de entre ellos es especialmente peligroso, pues el más mínimo ruido –una palabra dicha en voz alta produce una conmoción de aire suficiente para provocar una avalancha. Los pinos no son enhiestos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al panorama.

Miré el valle a mis pies. Sobre los ríos que lo atraviesan se levantaba una espesa niebla, que serpenteaba en espesas columnas alrededor de las mon-tañas de la vertiente opuesta, cuyas cimas se escondían entre las nubes. Los negros nubarrones dejaban caer una lluvia torrencial que contribuía a la impresión de tristeza que desprendía todo lo que me rodeaba. ¿Por qué presume el hombre de una sensibilidad mayor a la de las bestias cuando esto sólo consigue convertirlos en seres más necesitados? Si nuestros instin-tos se limitaran al hambre, la sed y el deseo, seríamos casi libres. Pero nos conmueve cada viento que sopla, cada palabra al azar, cada imagen que esa misma palabra nos evoca.

Descansamos; una pesadilla puede envenenar nuestro sueño. Despertamos; un pensamiento errante nos empaña el día. Sentimos, concebimos o razonamos, reímos o lloramos.
Abrazamos una tristeza querida o desechamos nuestra pena; Todo es igual; pues ya sea alegría o dolor, El sendero por el que se alejará está abierto.

El ayer del hombre no será jamás igual a su mañana. ¡Nada es duradero salvo la mutabilidad!

Era casi mediodía cuando llegué a la cima. Permanecí un rato sentado en la roca que dominaba aquel mar de hielo. La neblina lo envolvía, al igual que a los montes circundantes. De pronto, una brisa disipó las nubes y descendí al glaciar. La superficie es muy irregular, levantándose y hundién-dose como las olas de un mar tormentoso, y está surcada por profundas grietas. Este campo de hielo tiene casi una legua de anchura, y tardé cerca de dos horas en atravesarlo. La montaña del otro extremo es una roca des-nuda y escarpada.

Desde donde me encontraba, Montanvert se alzaba justo enfrente, a una legua, y por encima de él se levantaba el Mont Blanc, en su tremenda majestuosidad. Permanecí en un entrante de la roca admirando la impre-sionante escena. El mar, o mejor dicho: el inmenso río de hielo, serpen-teaba por entre sus circundantes montañas, cuyas altivas cimas dominaban


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el grandioso abismo. Traspasando las nubes, las heladas y relucientes cum-bres brillaban al sol. Mi corazón, repleto hasta entonces de tristeza, se hinchó de gozo y exclamé:

Espíritus errantes, si en verdad existís y no descansáis en vuestros estrechos lechos, concededme esta pequeña felicidad, o llevadme con vosotros como compañero vuestro, lejos de los goces de la vida.

No bien hube pronunciado estas palabras, cuando vi en la distancia la figura de un hombre que avanzaba hacia mí a velocidad sobrehumana saltando sobre las grietas del hielo, por las que yo había caminado con cautela. A medida que se acercaba, su estatura parecía sobrepasar la de un hombre. Temblé, se me nubló la vista y me sentí desfallecer; pero el frío aire de las montañas pronto me reanimó. Comprobé, cuando la figura estuvo cerca odiada y aborrecida visión–, que era el engendro que había creado. Temblé de ira y horror, y resolví aguardarlo y trabar con él un combate mortal. Se acercó. Su rostro reflejaba una mezcla de amargura, desdén y maldad, y su diabólica fealdad hacían imposible el mirarlo, pero apenas me fijé en esto.

La ira y el odio me habían enmudecido, y me recuperé tan sólo para lan-zarle las más furiosas expresiones de desprecio y repulsión.

Demonio –grité–, ¿osas acercarte? ¿No temes que desate sobre ti mi terri-ble venganza? Aléjate, ¡insecto despreciable! Mas no, ¡detente! ¡Quisiera pisotearte hasta convertirte en polvo, si con ello, con la abolición de tu miserable existencia, pudiera devolverles la vida a aquellos que tan diabó-licamente has asesinado!

Esperaba este recibimiento –dijo el demoníaco ser–. Todos los hombres odian a los desgraciados.

¡Cuánto, pues, se me debe odiar a mí que soy el más infeliz de los seres vivientes! Sin embargo, vos, creador mío, me detestáis y me despreciáis, a mí, vuestra criatura, a quien estáis unido por lazos que sólo la aniquilación de uno de nosotros romperán. Os proponéis matarme. ¿Cómo os atrevéis a jugar así con la vida? Cumplid vuestras obligaciones para conmigo, y yo cumpliré las mías para con vos y el resto de la humanidad. Si aceptáis mis condiciones, os dejaré a vos y a ellos; pero si rehusáis, llenaré hasta saciarlo el buche de la muerte con la sangre de tus amigos.

–¡Aborrecible monstruo!, ¡demonio infame!, los tormentos del infierno son un castigo demasiado suave para tus crímenes. ¡Diablo inmundo!, me reprochas haberte creado; acércate, y déjame apagar la llama que con tanta imprudencia encendí.



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Mi cólera no tenía límites; salté sobre él, impulsado por todo lo que puede inducir a un ser a matar a otro.

Me esquivó fácilmente y dijo:

¡Serenaos! Os ruego me escuchéis antes de dar rienda suelta a vuestro odio. ¿Acaso no he sufrido bastante que buscáis aumentar mi miseria? Amo la vida, aunque sólo sea una sucesión de angustias, y la defenderé.

Recordad: me habéis hecho más fuerte que vos; mi estatura es superior y mis miembros más vigorosos.

Pero no me dejaré arrastrar a la lucha contra vos. Soy vuestra obra, y seré dócil y sumiso para con mi rey y señor, pues lo sois por ley natural. Pero debéis asumir vuestros deberes, los cuales me adeudáis. Oh Frankenstein, no seáis ecuánime con todos los demás y os ensañéis sólo conmigo, que soy el que más merece vuestra justicia e incluso vuestra clemencia y afecto. Recordad que soy vuestra criatura. Debía ser vuestro Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien negáis toda dicha. Doquiera que mire, veo feli-cidad de la cual sólo yo estoy irrevocablemente excluido. Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido.

Concededme la felicidad, y volveré a ser virtuoso.

¡Aparta! No te escucharé. No puede haber entendimiento entre tú y yo; somos enemigos. Apártate, o midamos nuestras fuerzas en una lucha en la que sucumba uno de los dos.

¿Cómo podré conmoveros?; ¿no conseguirán mis súplicas que os apiadéis de vuestra criatura, que suplica vuestra compasión y bondad? Creedme, Frankenstein: yo era bueno; mi espíritu estaba lleno de amor y humanidad, pero estoy solo, horriblemente solo. Vos, mi creador, me odiáis. ¿Qué puedo esperar de aquellos que no me deben nada? Me odian y me rechazan. Las desiertas cimas y desolados glaciares son mi refugio. He vagado por ellos muchos días. Las heladas cavernas, a las cuales únicamente yo no temo, son mi morada, la única que el hombre no me niega. Bendigo estos desolados parajes, pues son para conmigo más amables que los de tu especie. Si la huma-nidad conociera mi existencia haría lo que tú, armarse contra mí. ¿Acaso no es lógico que odie a quienes me aborrecen? No daré treguas a mis enemigos. Soy desgracia do, y ellos compartirán mis sufrimientos. Pero está en tu mano recompensarme, y librarles del mal, que sólo aguarda que tú lo desencade-nes. Una venganza que devorará en los remolinos de su cólera no sólo a ti y a tu familia, sino a millares de seres más. Deja que se conmueva tu compasión y no me desprecies. Escucha mi relato: y cuando lo hayas oído, maldíceme o apiádate de mí, según lo que creas que merezco. Pero escúchame.



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Las leyes humanas permiten que los culpables, por malvados que sean, hablen en defensa propia antes de ser condenados. Escúchame, Frankens-tein. Me acusas de asesinato; y sin embargo destruirías, con la conciencia tranquila, a tu propia criatura. ¡Loada sea la eterna justicia del hombre! Pero no pido que me perdones; escúchame y luego, si puedes, y si quieres, destruye la obra que creaste con tus propias manos.

¿Por qué me traes a la memoria hechos que me hacen estremecer, y de los cuales soy autor y causa?

¡Maldito sea el día, abominable diablo, en el cual viste la luz! ¡Malditas sean –aunque me maldigo a mí mismo– las manos que te dieron forma! Me has hecho más desgraciado de lo que me es posible expresar.

¡No me has dejado la posibilidad de ser justo contigo! ! ¡Aparta!, ¡libra mis ojos de tu detestable visión!

–Así lo haré, creador mío –dijo, tapándome los ojos con sus odiosas manos, que aparté con violencia–. Así os libraré de la visión que aborrecéis. Pero aún podéis seguir escuchándome, y otorgarme vuestra compasión. Os lo exijo, en nombre de las virtudes que una vez poseí. Escuchad mi historia, es larga y extraña.

Pero subid a la choza de la montaña, pues la temperatura de este lugar no es apropiada a vuestra constitución. El sol está ‘ aún muy alto; antes de que descienda y se oculte tras aquellas cimas nevadas para alumbrar otro mundo, habrás oído mi relato y podrás decidir. De ti depende el que abandone para siempre la compañía de los hombres y lleve una existencia inofensiva o me convierta en el azote de tus semejantes y el autor de tu pronta ruina.

Empezó a atravesar el hielo mientras terminaba de hablar. Yo lo seguí. Tenía el corazón oprimido y no le contesté. Mientras caminaba, sopesé los argumentos que había utilizado y decidí escuchar su relato. En parte me impulsaba a ello la curiosidad, y la compasión me terminó de decidir. Hasta el momento lo había considerado el asesino de mi hermano, y esperaba ansiosamente que me confirmara o desmintiera esta idea.

Por primera vez experimenté lo que eran las obligaciones del creador para con su criatura, y comprendí que antes de lamentarme de su maldad debía posibilitarle la felicidad. Estos pensamientos me indujeron a acceder a su súplica. Cruzamos el hielo, por tanto, y escalamos la roca del fondo. El aire era frío, y empezaba a llover de nuevo. Entramos en la choza; el villano con aire satisfecho, yo apesadumbrado y desanimado, pero decidido a escu-charlo. Me senté cerca del fuego que mi odioso acompañante había encen-dido, y comenzó su relato.



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CAPÍTULO 3








Recuerdo con gran dificultad el primer período de mi existencia; todos los sucesos se me aparecen confusos e indistintos. Una extraña multitud de sensaciones se apoderaron de mí y empecé a ver, sentir, oír y oler, todo a la vez. Tardé mucho tiempo en aprender a distinguir las características de cada sentido. Recuerdo que, poco a poco, una luminosidad cada vez más fuerte oprimía mis nervios y tuve que cerrar los ojos. Me sumergí entonces en la oscuridad, y eso me turbó. Pero apenas había notado esto cuando descubrí que, al abrir los ojos, la luz me volvía a iluminar. Comencé a andar, y creo que bajé unas escaleras, pero de pronto sentí un enorme cambio. Hasta el momento, me habían rodeado cuerpos opacos y oscuros, insensibles a mi tacto o mi vista. Pero ahora descubrí que podía moverme con entera libertad, que no había obstáculos que no pudiera evitar o vencer. La luz se me hacía más y más intolerable; el calor me incomodaba sobremanera, así que caminé buscando un lugar sombreado. Llegué hasta el bosque de Ingolstadt, donde me tumbé a descansar cerca de un riachuelo, hasta que el hambre y la sed me atormentaron y desperté del sopor en que había caído. Comí algunas bayas que encontré en los árboles o esparcidas por el suelo, calmé mi sed en el riachuelo y me volví a dormir.

Era de noche cuando me desperté. Sentía frío, y un miedo instintivo al hallarme tan solo. Antes de abandonar tu habitación, como tuviera frío, me había tapado con algunas prendas que eran insuficientes para pro-tegerme de la humedad de la noche. Era una pobre criatura, indefensa y desgraciada, que ni sabía ni entendía nada. Lleno de dolor me senté y comencé a llorar.

Poco después, una tenue luz iluminó el cielo, dándome una sensación de bienestar. Me levanté, y vi emerger una brillante esfera de entre los árbo-les. La observé admirado. Se movía con lentitud, pero su luz alumbraba lo que había alrededor, y volví a salir en busca de bayas. Aún tenía frío, cuando debajo de un árbol encontré una enorme capa, con la que me cubrí, y me senté de nuevo. No tenía ninguna idea clara, todo estaba con-fuso. Era sensible a la luz, al hambre, a la sed y a la oscuridad; me llegaban incontables sonidos y múltiples olores. Lo único que distinguía con claridad era la brillante luna, en la que fijé mis ojos con agrado.



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Se sucedieron varios cambios de días y noches, y la esfera nocturna había menguado considerablemente cuando empecé a distinguir mis sensacio-nes una de la otra. Paulatinamente, comencé a percibir con claridad el cris-talino arroyo que me proporcionaba agua, y los árboles que me protegían con su follaje. Me sentí muy contento cuando por primera vez descubrí que el armonioso sonido que con frecuencia regalaba mis oídos procedía de las gargantas de los pequeños animalillos alados que a menudo me habían interceptado la luz. Empecé también a observar, con mayor precisión, las formas que me rodeaban, y a percibir los límites de la brillante bóveda de luz que se extendía sobre mí. A veces intentaba imitar el agradable trino de los pájaros, pero no podía. Otras quería expresar mis sentimientos a mi modo, pero los rudos y extraños ruidos que producía me hacían enmude-cer de susto.

La luna había desaparecido, y retornado más pequeña, y yo seguía en el bosque. Mis sensaciones eran ya claras, y cada día asimilaba nuevas ideas. Mis ojos se habían acostumbrado a la luz y a distinguir bien los objetos. Diferenciaba un insecto de un tallo de hierba y, poco a poco, las distintas clases de plantas entre sí.

Comprobé que los gorriones tenían un trinar áspero, mientras que el canto del mirlo y de los zorzales era grato y atrayente.

Un día, en que el frío arreciaba, encontré un fuego que algún vagabundo habría encendido, y experimenté una gran emoción al ver el calor que desprendía. Lleno de júbilo toqué las brasas con la mano, pero la retiré de inmediato con un grito de dolor. ¡Qué raro, pensé, que la misma causa produzca efectos tan contrarios!

Examiné la composición de la hoguera y descubrí satisfecho que era leña. Recogí algunas ramas pero estaban húmedas y no prendieron. Esto me turbó y me senté de nuevo a contemplar el fuego. La leña húmeda que había dejado cerca del calor se secó, y empezó a arder. Esto me hizo pensar. Descubrí la razón al tocar las distintas ramas, y me puse de nuevo a reunir una gran cantidad de ellas para ponerlas a secar y tener reservas. Al llegar la noche, y con ella el sueño, mi miedo era que se apagara el fuego. Lo tapé cuidadosamente con hojarasca y ramas secas, poniendo después leña húmeda encima. Luego extendí la capa en el suelo y me eché a dormir.

Era ya de día cuando desperté, y mi primer pensamiento fue ver cómo iba el fuego. Lo destapé, y un ligero airecillo lo avivó enseguida. Esto me indujo a construir con ramas una especie de abanico que me permitía encender las brasas cuando parecían a punto de extinguirse. Cuando de nuevo cayó la noche, descubrí gozoso que el fuego, aparte de dar calor, también daba



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luz. Descubrí que también podía utilizar el fuego para mi alimentación, gracias a los restos de comida que algún viajero dejó abandonados. Vi que éstos estaban asados y que eran más sabrosos que las bayas que recogía. Intenté, pues, hacer lo mismo con mis alimentos y descubrí que, así, las bayas se estropeaban pero que las nueces y raíces tenían un sabor mucho más agradable.

Pronto empezaron a escasear los alimentos, y a menudo pasaba un día entero buscando en vano algunas bellotas con las que calmar mi hambre. Entonces resolví abandonar el lugar donde había habitado hasta aquel momento y buscar otro en el cual pudiera satisfacer mis necesidades con mayor facilidad. Lo que más lamentaba de esta emigración era la pérdida del fuego, que tan casualmente había encontrado y que no sabía cómo encender. Pasé varias horas pensando en el problema, pero me vi obligado a abandonar todo intento de reproducirlo. Así que, envuelto en mi capa, empecé a cruzar el bosque en dirección al sol poniente.

Anduve durante tres días antes de llegar al campo abierto. La noche ante-rior había caído una gran nevada, y los campos aparecían uniformemente blancos. El panorama era desconsolador, y noté que la húmeda sustancia fría que cubría el suelo me helaba los pies.

Eran cerca de las siete de la mañana, y quería encontrar cobijo y comida. Por fin divisé en un montículo una pequeña cabaña que sin duda era la morada de algún pastor. Esto era nuevo para mí. La examiné con gran curiosidad y, al observar que la puerta se abría, entré. Sentado junto al fuego, en el cual se preparaba el desayuno, se hallaba un anciano. Se volvió al oír el ruido; y, viéndome, salió de la cabaña gritando, y cruzó los campos a una velocidad apenas imaginable en persona tan debilitada. Me sorprendieron su huida y su aspecto, distinto a todo lo que hasta entonces había visto. Pero estaba encantado con la cabaña: aquí no podía entrar ni la nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco, y me pareció un refugio tan delicioso y exquisito como les debió parecer el Pandemonio a los demonios del infierno después de sus sufrimientos en el lago de fuego. Avidamente devoré los restos del desayuno del pastor: pan, queso, leche y vino, pero éste último no me gustó. Luego, vencido por el cansancio, me tumbé en un montón de paja y me dormí.

Era mediodía cuando me desperté; y, atraído por el calor del sol, que hacía brillar la nieve, me decidí a reemprender mi viaje; metí lo que quedaba del desayuno en un zurrón que encontré, y emprendí camino campo a través durante algunas horas, hasta que al anochecer llegué a una aldea. ¡Qué hermosa me pareció!



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Las cabañas, las casitas más limpias y las haciendas atrajeron por turno mi atención. Las verduras en los huertos, y la leche y queso colocados en las ventanas, me abrieron el apetito. Entré en una de las mejores casas; pero apenas si había puesto el pie en el umbral cuando unos niños empezaron a chillar, y una mujer se desmayó. Todo el pueblo se alborotó; unos huyeron, otros me atacaron hasta que, magullado por las piedras y otros objetos arrojadizos, escapé al campo. Me refugié temerosamente en un cobertizo de techo bajo, vacío, que contrastaba poderosamente con los palacios que había visto en el pueblo. Este cobertizo, sin embargo, estaba adosado a una casa de aspecto bonito y aseado, pero tras mi reciente y desafortunada experiencia no me atreví a entrar en ella. Mi refugio era de madera, pero de techo tan bajo, que apenas podía permanecer sentado sin tener que agachar la cabeza. No había madera en el suelo, que era de tierra, pero estaba seco; y aunque el viento se filtraba por numerosas rendijas, encon-tré que era un asilo agradable para protegerme de la nieve y la lluvia.

Aquí, pues, me metí y me tumbé, contento de haber encontrado un lugar, por pobre que fuera, que me protegía de las inclemencias del tiempo y, sobre todo, de la barbarie del hombre.

No bien hubo amanecido, salí de mi cubil para observar la casa adyacente y ver si me era posible seguir en mi refugio recién encontrado. Estaba ado-sado a la parte posterior de la casa y lo cerraban una pocilga y un estanque de agua clara. El otro lado, por el que había entrado, quedaba abierto. Procedí a tapar con piedras y leña todos los orificios por los cuales pudie-ran verme, pero de tal forma que me fuera posible apartarlas para salir. La única luz que entraba procedía de la pocilga, pero era suficiente para mí.

Tras haber arreglado así mi vivienda, y haberla alfombrado con paja limpia, me oculté, pues divisé en la distancia la figura de un hombre y recordaba demasiado bien el tratamiento recibido la noche anterior como para enco-mendarme a él. Afortunadamente tenía comida para ese día, pues había robado una hogaza y una taza, que me servía mejor que las manos para beber el agua cristalina que corría cerca de mi refugio. El suelo estaba algo levantado, de manera que permanecía seco y, por encontrarse cerca de la chimenea de la casa, era moderadamente caliente.

Así provisto, me dispuse a permanecer en esta choza hasta que ocurriera algo que modificara mi decisión.

Comparada con mi anterior morada, el desangelado bosque donde las ramas goteaban lluvia y el suelo estaba mojado, era en verdad un paraíso. Desayuné con fruición, y me disponía a levantar un madero para sacar agua cuando escuché pasos y vi, por una rendija, a una muchacha que, balan-



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ceando un cubo en la cabeza, pasaba por delante de mi cobertizo. Era joven y de aspecto dulce, distinta de lo que más tarde he comprobado que son los labriegos y los criados de las granjas. Iba vestida humildemente, con una tosca falda azul y una chaqueta de paño. Sus cabellos rubios estaban trenzados pero no llevaba adornos. Sus facciones revelaban resignación, pero su aspecto era triste. La perdí de vista, pero transcurridos unos quince minutos reapareció con el mismo recipiente, que ahora estaba medio lleno de leche. Mientras andaba, claramente incómoda por el peso, un joven de rostro aún más deprimido se dirigió a su encuentro. Con aire melancólico intercambiaron algunas palabras, y cogiéndole el cubo se lo llevó hasta la casa. Al poco tiempo vi reaparecer al joven con unas herramientas en la mano y cruzar el campo que había detrás de la casa.

Asimismo, la joven también estaba ocupada, a veces dentro de la casa y otras en el patio.

Explorando mi refugio, descubrí que una de las ventanas de la casa había dado anteriormente al cobertizo, si bien ahora el hueco se encontraba tapado por planchas de madera. Una de estas planchas tenía una diminuta rendija por la cual se podía ver una pequeña habitación, encalada y limpia, pero muy desprovista de muebles. En un rincón, cerca del fuego, estaba sentado un anciano, con la cabeza entre las manos en actitud abatida. La joven estaba ocupada arreglando la estancia. De pronto, sacó algo del cajón que tenía entre las manos y se sentó cerca del anciano, el cual, tomando un instrumento, empezó a tocar y a arrancar de él sones más dulces que el cantar del mirlo o el ruiseñor. Incluso para un desgraciado como yo, que nunca antes había percibido nada hermoso, era un bello cuadro. El cabello plateado y el aspecto bondadoso del anciano ganaron mi respeto, y los modales dulces de la joven despertaron mi amor. Tocó una tonadilla dulce y triste, que conmovió a su dulce acompañante, a quien el hombre parecía haber olvidado hasta que oyó su llanto. Pronunció entonces algunas pala-bras y la muchacha, dejando su tarea, se arrodilló a sus pies.

El la levantó y la sonrió con tal afecto y ternura, que una sensación peculiar y sobrecogedora me recorrió el cuerpo. Era una mezcla de dolor y gozo que hasta entonces no me habían producido ni el hambre ni el frío, ni el calor, ni ningún alimento. Incapaz de soportar por más tiempo esta emo-ción, me retiré de la ventana.

Al poco rato regresó el chico llevando un haz de leña al hombro. La joven lo recibió en la puerta y lo ayudó con el fardo, del cual escogió algunas ramas que echó al fuego. Luego, se fueron los dos a una esquina de la habitación, y él mostró un gran pan y un trozo de queso. Ella pareció ale-grarse, y salió al jardín en busca de plantas y raíces, las metió en agua y des-


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pués al fuego. Luego prosiguió su labor, y el joven se fue al jardín, donde se puso diligentemente a cavar y a arrancar raíces. Al cabo de una hora, la muchacha salió a buscarlo, y juntos entraron en la casa. Entretanto, el anciano había estado pensativo; pero, al ver a sus compañeros, adoptó un aire más alegre, y se sentaron a comer. El almuerzo acabó pronto. La joven volvió a ocuparse de las tareas caseras, en tanto que el anciano, apoyado en el brazo del joven, paseaba al sol por delante de la casa. No puede haber nada más bello que el contraste de aquellos dos seres. El uno era muy mayor, con el cabello plateado, y su rostro reflejaba bondad y cariño, el otro era esbelto y muy apuesto y tenía las facciones modeladas con la mayor simetría. Sin embargo, su mirada y actitud denotaban una gran tris-teza y depresión. El anciano volvió a la casa y el muchacho se encaminó a los campos, portando herramientas distintas de las de la mañana.

Pronto cayó la noche; pero, ante mi gran asombro, vi que los habitantes de aquella casa tenían un modo de prolongar la luz, por medio de bastones de cera, y me alegró que la puesta de sol no pusiera fin al gozo que experi-mentaba observando a mis vecinos. Durante la velada, la joven y su compa-ñero se dedicaron a diversas ocupaciones que no comprendí; y el anciano volvió a tomar el instrumento que producía aquellos divinos sonidos que tanto me habían complacido por la mañana. En cuanto hubo finalizado, el joven co menzó no a tocar, sino a articular una serie de sonidos monótonos que no se asemejaban ni a la armonía del instrumento del anciano ni al canto de los pájaros. Más tarde supe que leía en voz alta, pero en aquellos momentos nada sabía de la ciencia de las letras ni de las palabras.

Tras permanecer así ocupados durante un breve tiempo, la familia apagó las luces y se retiró, presumo que a descansar.























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CAPÍTULO 4








Me tumbé en la paja, pero no conseguí dormir. Repasaba los sucesos del día. Lo que más me chocaba eran los modales cariñosos de aquellas gentes. Recordaba muy bien el trato de los salvajes aldeanos la noche anterior, y decidí que, cualquiera que fuese la actitud que adoptara en el futuro, por el momento permanecería en mi cobertizo, observando e intentando des-cubrir las razones que motivaban sus actos.

Mis vecinos se levantaron al día siguiente antes de que amaneciera. La joven arregló la casa, y preparó la comida; el joven salió después del desa-yuno.

El día transcurrió de manera igual al anterior. El muchacho trabajaba fuera de la casa y la chica en diversas tareas domésticas. El anciano, que pronto me di cuenta de que era ciego, pasaba las horas meditando o tañendo su instrumento. Nada podría superar el cariño y respeto que los jóvenes demostraban para con su venerable compañero. Le prestaban todos los servicios con gran dulzura y él los recompensaba con su sonrisa bonda-dosa.

Pero no eran del todo dichosos. El joven y su compañera con frecuencia se retiraban, y parecían llorar.

No comprendía la causa de su tristeza; pero me afectaba profundamente. Si seres tan hermosos eran desdichados, no era de extrañar que yo, criatura imperfecta y solitaria, también lo fuera. Pero ¿por qué eran infelices aque-llas gentes tan bondadosas? Tenían una agradable casa (pues así me pare-cía) y todas las comodidades; tenían un fuego para calentarlos del frío y deliciosa comida con que saciar su hambre; vestían buenos trajes, y, lo que es más, disfrutaban de su mutua compañía y conversación, intercambiando a diario miradas de afecto y bondad. ¿Qué significaba su llanto? ¿Expre-saban sus lágrimas dolor? No podía, al principio, responderme a estas pre-guntas, pero el tiempo y una sostenida observación me explicaron muchas cosas que a primera vista parecían enigmáticas.

Pasó bastante tiempo antes de que descubriera que la pobreza, que pade-cían en grado sumo, era uno de los motivos de intranquilidad de esta buena familia. Su sustento sólo consistía en verduras del huerto y leche de


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su vaca, muy escasa durante el invierno, época en la que sus dueños apenas podían alimentarla.

Creo que a menudo pasaban mucho hambre, en especial los jóvenes, pues en varias ocasiones los vi privarse de su propia comida para dársela al anciano. Este gesto de bondad me conmovió mucho. Yo solía, durante la noche, robarles parte de su comida para mi sustento, pero cuando advertí que esto los perjudicaba me abstuve, contentándome con bayas, nueces y raíces que recogía de un bosque cercano.

Descubrí también otro medio para ayudarlos. Había observado que el joven dedicaba gran parte del día a recoger leña para el fuego; y, durante la noche, a menudo yo cogía sus herramientas, que pronto aprendí a utili-zar, y les traía a casa leña suficiente para varios días.

Recuerdo la sorpresa que la joven demostró, la primera vez que hice esto, al abrir la puerta por la mañana y encontrar un montón de leña fuera. Dijo algunas palabras en voz alta, y el joven salió y expresó a su vez su asombro. Observé, con alegría, que aquel día no fue al bosque, y lo pasó reparando la casa y cultivando el jardín.

Poco a poco hice un descubrimiento de aún mayor importancia. Me di cuenta de que aquellos seres tenían un modo de comunicarse sus experien-cias y sentimientos por medio de sonidos articulados. Observé que las pala-bras que utilizaban producían en los rostros de los oyentes alegría o dolor, sonrisas o tristeza. Esta sí que era una ciencia sobrehumana y deseaba fami-liarizarme con ella. Pero todos mis intentos a este respecto eran infructuo-sos. Hablaban con rapidez y las palabras que decían, al no tener relación aparente con los objetos tangibles, me impedían resolver el misterio de su significado. Sin embargo, a base de grandes esfuerzos, y cuando ya había pasado en mi cobertizo varias lunas, aprendí el nombre de algunos de los objetos más familiares como fuego, leche, pan y leña. También aprendí los nombres de mis vecinos. La joven y su hermano tenían ambos varios nom-bres, pero el anciano sólo tenía uno, padre. A la muchacha la llamaban hermana o Agatha y al joven Félix, hermano o hijo. No puedo expresar la alegría que sentí cuándo comprendí las ideas correspondientes a estos sonidos Y pude pronunciarlos. Distinguía otras palabras, que ni entendía ni podía emplear, tales como bueno, querido, triste.

De esta manera transcurrió el invierno. La bondad y hermosura de estas personas me hicieron encariñarme mucho con ellas; cuando se encontra-ban tristes, yo estaba desanimado; cuando eran felices, yo participaba de su alegría. Veía a pocos seres humanos, aparte de ellos; y si por casualidad alguno iba a la casa, sus toscos modales y brusco caminar hacían resaltar la



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superioridad de mis amigos. Noté que el anciano a menudo se esforzaba por animar a sus hijos, como a veces les llamaba, para que desecharan su tristeza. Solía entonces hablar en tono alegre, con una expresión de bondad en el rostro que incluso a mí me producía placer. Agatha lo escu-chaba con respeto, y con frecuencia se le llenaban los ojos de lágrimas, que intentaba disimular; pero observé que, por lo general, había más ani-mación en su rostro y tono de voz tras haber escuchado a su padre. No así Félix. Siempre era el más triste del grupo; e incluso yo, con mi inexperien-cia, me daba cuenta de que parecía haber sufrido más que los otros. Pero si sus facciones reflejaban mayor tristeza, su tono de voz era más alegre que el de su hermana, en especial cuando se dirigía a su padre.

Podría dar muchos ejemplos, que, aunque nimios, reflejan la disposición de aquellas buenas gentes. En medio de la pobreza y la necesidad, Félix, satis-fecho, le llevó a su hermana la primera florecilla blanca que asomó entre la nieve. Por la mañana temprano, antes de que ella se levantara, limpiaba la nieve que cubría el sendero hasta el establo, sacaba agua del pozo, y le llevaba leña al otro cobertizo, donde, con gran asombro, encontraba las reservas que una mano invisible iba reponiendo. Creo que durante el día trabajaba para un granjero vecino, porque a menudo salía y no regresaba hasta la noche, pero no traía leña. Otras veces trabajaba en el huerto, pero, como en invierno había poco que hacer allí, solía pasar muchos ratos leyéndoles al anciano y a Agatha.

Estas lecturas me habían extrañado mucho en un principio, pero poco a poco descubrí que al leer pronunciaba con frecuencia los mismos soni-dos que cuando hablaba. Supuse, por tanto, que encontraba en el papel signos de expresión que comprendía. ¡Cómo deseaba yo aprenderlos! Pero ¿cómo iba a hacerlo si ni siquiera entendía los sonidos que repre-sentaban? Sin embargo, progresé en esta materia, aunque a pesar de mis esfuerzos aún no podía seguir ninguna conversación. Comprendía clara-mente que aunque deseaba dirigirme a mis vecinos no debía hacerlo hasta no dominar su lenguaje, conocimiento que me permitiría hacerles olvidar lo deforme de mi aspecto, de lo cual me había hecho consciente a través del contraste.

Admiraba las perfectas proporciones de mis vecinos, su gracia, hermosura y delicada tez. ¡Cómo me horroricé al verme reflejado en el estanque trans-parente! En un principio salté hacia atrás aterrado, incapaz de creer que era mi propia imagen la que aquel espejo me devolvía. Cuando logré con-vencerme de que realmente era el monstruo que soy, me embargó la más profunda amargura y mortificación. ¡Ay!, desconocía entonces las fatales consecuencias de esta deformación.


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A medida que el sol empezaba a calentar más, y el día se alargaba, des-apareció la nieve, y vi aparecer los árboles desnudos y la oscura tierra. A partir de este momento, Félix estuvo más ocupado, y los angustiosos envi-tes del hambre desaparecieron. Como descubrí más tarde, su alimentación era tosca pero sana y suficiente.

Crecieron en el huerto nuevos tipos de plantas, que cocinaban, y estas muestras de bienestar aumentaban día a día así que avanzaba la prima-vera.

Apoyado en su hijo, el anciano solía pasear un poco al mediodía cuando no llovía, pues tal era el nombre que daban al agua que desprendía el firmamento. Estas lluvias eran frecuentes, pero los fuertes vientos pronto secaban la tierra, y el tiempo se hizo mucho más agradable de lo que había sido.

En el cobertizo mi ritmo de vida era uniforme. Contemplaba los movimien-tos de mis vecinos durante la mañana, y dormía cuando sus quehaceres en el exterior les dispersaban. El resto del día lo pasaba de modo similar. Cuando se retiraban a descansar, si había luna o la noche era estrellada, yo salía al bosque en busca de comida para mí y leña para mis vecinos. Cuando se hacía necesario, quitaba la nieve del sendero, y realizaba las tareas que había visto hacer a Félix. Más tarde supe que estas tareas, que llevaba a cabo una mano invisible, les sorprendían grandemente. Incluso en alguna ocasión les oí mencionar a este respecto las palabras espíritu bueno y mara-villoso, pero no entendía entonces el significado de estos términos.

Mi cerebro se hacía cada día más activo, y deseaba más que nunca descu-brir los impulsos y sentimientos de estas hermosas criaturas. Sentía curiosi-dad por saber el motivo de la congoja de Félix y la pena de Agatha.

Pensaba, ¡infeliz de mí!, que estaría en mi mano el devolverles a estas criaturas la felicidad que tanto merecían. Cuando dormía o me ausentaba, se me aparecía la imagen del padre ciego, la dulce Agatha y el buen Félix. Los consideraba seres superiores, árbitros de mi futuro destino. Trataba de imaginarme, de mil maneras distintas, el día en que me presentaría ante ellos y el recibimiento que me harían. Suponía que, tras una primera repulsión, mi buen comportamiento y palabras conciliadoras me ganarían su simpatía, y más tarde su afecto.

Estos pensamientos me exaltaban y espoleaban con renovado vigor a aprender el arte de la expresión.

Tenía las cuerdas vocales endurecidas pero flexibles, y aunque mi tono de voz distaba mucho de tener la musicalidad del suyo, podía pronunciar con



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relativa facilidad aquellas palabras que comprendía. Era como el asno y el perrillo faldero; aunque bien merecía el dócil burro, cuyas intenciones eran buenas a pesar de su rudeza, mejor trato que los golpes e insultos que le daban.

Las suaves lluvias y el calor de la primavera cambiaron mucho el aspecto del terreno. Los hombres, que parecían haber estado escondidos en cuevas, se dispersaron por doquier y se dedicaban a los más diversos cultivos. Los pájaros trinaban con mayor alegría, y las hojas empezaron a despuntar en las ramas. ¡Gozosa, gozosa tierra!, digna morada de los dioses y que aún ayer aparecía insana, húmeda y desolada. Este resurgimiento de la natura-leza me elevó el espíritu; el pasado se me borró de la memoria, el presente era tranquilo y el futuro me daba esperanza y promesas de alegría.












































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CAPÍTULO 5








Me aproximo ahora a la parte más conmovedora de mi narración. Contaré los sucesos que me han convertido, de lo que era, en lo que soy.

La primavera avanzaba con rapidez. El tiempo mejoró, y las nubes desapa-recieron del cielo. Me sorprendió ver cómo lo que hacía poco había sido tan sólo desierto y tristeza nos regalara ahora las más preciosas flores y verdor. Gratificaban y refrescaban mis sentidos miles de aromas deliciosos y escenas bellas.

Fue uno de esos días, en los que mis vecinos reposaban de su trabajo –el anciano tocaba su guitarra y los jóvenes lo escuchaban–, cuando observé que Félix parecía más melancólico todavía que de costumbre y suspiraba con frecuencia. En un momento su padre interrumpió la música, y deduje, por sus gestos, que le preguntaba a su hijo la razón de su tristeza. Félix res-pondió con tono alegre, y el anciano se disponía a reemprender su música, cuando alguien llamó a la puerta.

Era una señora a caballo, acompañada de un campesino que le servía de guía. La dama vestía un traje oscuro, y un tupido velo negro le cubría el rostro. Agatha le hizo una pregunta, a la cual la desconocida respondió pronunciando con dulzura tan sólo el nombre de Félix. Su voz era melo-diosa, pero diferente de la de mis amigos. Al oír su nombre, Félix se acercó apresuradamente a la dama, que al verlo se levantó el velo, dejando ver un rostro de belleza y expresión angelical. Su brillante pelo negro estaba curiosamente trenzado; tenía los ojos oscuros y vivos pero amables, las fac-ciones bien proporcionadas, la tez hermosísima y las mejillas suavemente sonrosadas.

Félix parecía traspuesto de alegría al verla; todo rasgo de tristeza desapa-reció de su rostro, que al instante expresó un júbilo del cual apenas lo creía capaz; le brillaban los ojos y se le encendieron de placer las mejillas, y en aquel momento me pareció tan hermoso como la extranjera. Ella a su vez experimentaba diversos sentimientos; secándose las lágrimas de sus her-mosos ojos, le tendió la mano a Félix, que la besó embelesado mientras le llamaba, según pude entender, su dulce árabe. No parecía comprenderlo, pero sonrió. La ayudó a desmontar, y, despidiendo al guía, la condujo al



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interior de la casa. Tuvo lugar una conversación entre él y su padre. La joven extranjera se arrodilló a los pies del anciano, y le hubiera besado la mano, si éste no se hubiera apresurado a levantarla y abrazarla afectuosamente.

Pronto observé que aunque la joven emitía sonidos articulados, y parecía tener un idioma propio, los demás no la comprendían, del mismo modo que ella tampoco los comprendía. Hicieron muchos gestos que yo no entendí, pero vi que su presencia llenaba la casa de alegría, y disipaba su tristeza del mismo modo que el sol disipa las brumas matinales. Félix se mostraba espe-cialmente feliz, y atendía a su árabe con radiantes sonrisas. Agatha, la dulce Agatha, cubría de besos las manos de la extranjera, y, señalando a su her-mano, parecía querer indicarle por señas lo triste que había estado antes de su llegada. Así transcurrieron algunas horas, en el curso de las cuales manifestaron una alegría, cuya razón yo no alcanzaba a comprender. De pronto descubrí, por la frecuente repetición de un sonido, que la extranjera trataba de imitar, que intentaba aprender su lengua. Al instante se me ocu-rrió que yo, con el mismo fin, podía valerme de la misma enseñanza.

La extranjera aprendió unas veinte palabras en esta primera lección, la mayoría de las cuales yo ya conocía.

Al caer la noche, Agatha y la muchacha árabe se retiraron pronto a descan-sar. Cuando se separaron, Félix besó la mano de la extranjera y dijo:

–Buenas noches, dulce Safie.

El permaneció despierto largo rato, conversando con su padre. Por las numerosas veces que repetían su nombre supuse que hablaban de la her-mosa huésped. Me hubiera gustado entenderlos, y presté gran atención, pero me resultó del todo imposible.

A la mañana siguiente Félix marchó a su trabajo; y, cuando terminaron las tareas cotidianas de Agatha, la muchacha árabe se sentó a los pies del anciano, y, cogiendo su guitarra, tocó unos aires de tan conmovedora belleza, que al punto me hicieron derramar lágrimas de tristeza y admiración. Cantó, y su voz era modulada y rica en cadencias, como la del ruiseñor.

Cuando hubo terminado, le dio la guitarra a Agatha, que en un principio se mostró reacia a tomarla. Luego tocó una sencilla tonadilla. También cantó, con dulce voz, pero muy distinta de la maravillosa modulación de la extranjera. El anciano estaba embelesado, y dijo algo que Agatha intentó explicarle a Safie. Parecía quererle decir que con su música le producía un gran placer.

Los días pasaban ahora con la misma tranquilidad que antes, con la sola diferencia de que la alegría había sustituido a la tristeza en el rostro de mis


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amigos. Safie estaba siempre alegre y contenta. Ambos progresamos en la lengua con rapidez, de modo que al cabo de dos meses empecé a entender la mayoría de las cosas que decían mis protectores.

Entretanto, la oscura tierra se iba cubriendo de verdor, salpicado de innu-merables flores de dulce aroma y maravillosa vista, como estrellas que bri-llaban con delicado color a la luz de la luna. El sol fue calentando más, y las noches se hicieron claras y suaves. Mis paseos nocturnos me causaban enorme placer, a pesar de que se vieron acortados por las tardías puestas de sol y el temprano amanecer. Nunca me atrevía a salir durante el día, teme-roso de recibir el mismo trato que en la primera aldea en la que estuve.

Pasaban los días prestando la máxima atención, para poder dominar el idioma con la mayor brevedad posible.

Puedo presumir de que aprendía a más velocidad que la muchacha árabe, que entendía muy poco y hablaba con acento entrecortado, mientras que yo comprendía todo y podía reproducir casi todas las palabras.

El libro con el cual Félix enseñaba a Safie era Las Ruinas, o Meditación sobre la Revolución de los Imperios, de Volney. No hubiera entendido la inten-ción del libro, de no ser porque Félix, al leerlo, daba minuciosas explicacio-nes. Había elegido esta obra, dijo, porque su estilo declamatorio imitaba el de autores orientales. A través de este libro, obtuve una panorámica de la historia y algunas nociones acerca de los imperios que existían en el mundo actual. Me dio una visión de las costumbres, gobiernos y religiones que tenían las distintas naciones de la Tierra. Oí hablar de los indolentes asiáticos, de la magnífica genialidad y actividad intelectual de los griegos, de las guerras y virtudes de los romanos, de su degeneración posterior y de la decadencia de ese poderoso imperio; del nacimiento de las órdenes de caballería, la cristiandad, los reyes. Supe del descubrimiento del hemisferio americano y lloré con Safie la desdichada suerte de sus indígenas.

Estas maravillosas narraciones me llenaban de extraños sentimientos. ¿Sería en verdad el hombre un ser tan poderoso, virtuoso, magnífico y a la vez tan lleno de bajeza y maldad? Unas veces se mostraba como un vástago del mal; otras, como todo lo que de noble y divino se puede concebir. El ser un gran hombre lleno de virtudes parecía el mayor honor que pudiera recaer sobre un ser humano, mientras que el ser infame y malvado, como tantos en la historia, la mayor denigración, una condición más rastrera que la del ciego topo o inofensivo gusano. Durante mucho tiempo no podía comprender cómo un hombre podía asesinar a sus semejantes, ni entendía siquiera la necesidad de leyes o gobiernos; pero cuando supe más detalles sobre crímenes y maldades, dejé de asombrarme, y sentí asco y disgusto.



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Ahora, cada conversación de mis vecinos me descubría nuevas maravillas. Fue escuchando las instrucciones que Félix le daba a la joven árabe como aprendí el extraño sistema de la sociedad humana. Supe del reparto de riquezas, de inmensas fortunas y tremendas miserias; de la existencia del rango, el linaje y la nobleza.

Las palabras me indujeron a reflexionar sobre mí mismo. Aprendí que las virtudes más apreciadas por mis semejantes eran el rancio abolengo acom-pañado de riquezas. El hombre que poseía sólo una de estas cualidades podía ser respetado; pero si carecía de ambas se le consideraba, salvo raras excepciones, como a un vagabundo, un esclavo destinado a malgastar sus fuerzas en provecho de los pocos elegidos. ¿Y qué era yo? Ignoraba todo respecto de mi creación y creador, pero sabía que no poseía ni dinero ni amigos ni propiedad alguna; y, por el contrario, estaba dotado de una figura horriblemente deformada y repulsiva; ni siquiera mi naturaleza era como la de los otros hombres. Era más ágil, y podía subsistir a base de una dieta más tosca; soportaba mejor el frío y el calor; mi estatura era muy superior a la suya. Cuando miraba a mi alrededor, ni veía ni oía hablar de nadie que se pareciese a mí. ¿Era, pues, yo verdaderamente un monstruo, una mancha sobre la Tierra, de la que todos huían y a la que todos rechazaban?

No puedo describir la angustia que estos pensamientos me causaban. Intentaba desecharlos, pero la tristeza me aumentaba a medida que me iba instruyendo. ¡Por qué no me habría quedado en mi bosque, donde ni conocía ni experimentaba otras sensaciones que las del hambre, la sed y el calor!

¡Qué extraña naturaleza la del saber! Se aferra a la mente, de la cual ha tomado posesión, como el liquen a la roca. A veces deseaba desterrar de mí todo pensamiento, todo afecto; pero aprendí que sólo había una manera de imponerse al dolor y ésa era la muerte, estado que me asustaba aunque aún no lo entendía. Admiraba la virtud y los buenos sentimientos, y me gustaban los modales dulces y amables de mis vecinos; pero no me era permitida la convivencia con ellos, salvo sirviéndome de la astucia, perma-neciendo desconocido y oculto, lo cual, más que satisfacerme, aumentaba mi deseo de convertirme en uno más entre mis semejantes. Las tiernas palabras de Agatha y las sonrisas animadas de la gentil árabe no me esta-ban destinadas.

Los apacibles consejos del anciano y la alegre conversación del buen Félix tampoco me estaban destinados. Desgraciado e infeliz engendro.

Otras lecciones se me grabaron con mayor profundidad aún. Supe de la diferencia de sexos, del nacer y crecer de los hijos; cómo disfruta el padre


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Frankenstein o el moderno Prometeo


con las sonrisas de su pequeño, y las alegres correrías de los hijos más mayo-res; cómo todos los cuidados y razón de ser de la madre se concentran en esa preciada carga; cómo la mente del joven se va desarrollando y enri-queciendo; supe de hermanos, de hermanas, y los vínculos que unen a. los humanos entre sí con lazos mutuos.

Pero ¿dónde estaban mis amigos y parientes? Ningún padre había vigilado mi niñez, ninguna madre me había prodigado sus cariños y sonrisas, y, en caso de que hubiera ocurrido, mi vida pasada se había convertido para mí en un borrón, un vacío en el que no distinguía nada. Me recordaba desde siempre con la misma estatura y proporción. No había visto aún ningún ser que se me pareciera o que me exigiera tener con él alguna relación. ¿Qué era entonces? La pregunta surgía una y otra vez sin que pudiera responder a ella más que con lamentaciones.

Pronto explicaré hacia dónde me llevaron estos pensamientos. Pero por el momento continuaré con mis vecinos, cuya historia me produjo sentimien-tos encontrados de indignación, alegría y asombro, pero que terminaron todos en un mayor respeto y amor hacia mis protectores (pues así me gus-taba llamarles con un inocente y casi doloroso deseo de engañarme).


































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CAPÍTULO 6








Pasó algún tiempo hasta que conocí la historia de mis amigos. Era de tal naturaleza, que no podía por menos de grabárseme profundamente en la memoria, al revelar una serie de circunstancias muy interesantes y maravi-llosas para un ser ingenuo como yo era entonces.

El anciano se llamaba De Lacey. Descendía de una buena familia de Fran-cia, país en el que había vivido muchos años, rico, respetado por sus supe-riores y estimado por sus iguales. Educó a su hijo para servir a la patria, y Agatha trataba con las damas de la más alta alcurnia. Unos meses antes de mi llegada vivían en una gran ciudad llamada París, rodeados de amigos y disfrutando de todo lo que la virtud, la cultura, el gusto y una considerable riqueza pueden proporcionar.

El padre de Safie había sido el causante de su desgracia. Era un mercader turco, y llevaba viviendo muchos años en París, cuando, por alguna razón que no logré saber, cayó en desgracia ante el gobierno. Fue aprehendido y encarcelado el mismo día en que Safie llegaba de Constantinopla para reunirse con él. Se le juzgó y condenó a muerte. La injusticia de esta sen-tencia era flagrante. Todo París estaba indignado, pues consideraba que sus riquezas y su religión, más que el crimen que se le imputaba, habían sido la causa de su condena.

Félix había estado presente en el juicio, y su ira al escuchar la sentencia fue incontenible. Hizo al instante una promesa solemne de liberarlo, e inició de inmediato la búsqueda del medio que le permitiera llevar a cabo su juramento. Tras muchos infructuosos intentos de penetrar en la prisión, encontró en un ala poco vigilada del edificio una ventana enrejada, que iluminaba la mazmorra del infortunado mahometano, que, doblegado bajo el peso de las cadenas, aguardaba lleno de desesperación el cumpli-miento de la bárbara sentencia. Por la noche, a través de la ventana, Félix comunicó al prisionero sus intenciones de ayudarlo.

Sorprendido y encantado, el turco intentó espolear el entusiasmo de su liberador con promesas de grandes riquezas. Félix rechazó la oferta con desprecio, mas cuando vio a la bella Safie, a quien permitieron visitar a su padre y que por señas le mostraba su agradecimiento, no pudo por menos



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